Lunes – «The Fault Line»

Los lunes me despierta un hombre agresivo. Enfadado conmigo. Alguien que no soy yo. Los lunes me pesa todo (aún) más, y la condición humana me aplasta como un camión de cinco ejes. Algo mete su mano dentro de mi pecho, atravesando mis costillas y como abriéndome en canal, estruja mis pulmones, impidiéndome respirar correctamente. Los lunes me pierdo durante media hora entre los pensamientos que pululan por mi cabeza, y cuando vuelvo a ser consciente, sólo han transcurrido cinco minutos en la vida real.

Los lunes, me marea el hecho de pensar que todavía me quedan por vivir varias decenas de años. Y no me lo creo. Se me antoja imposible durar tanto tiempo en el mundo, y vivo enfadado con quienquiera que me obligase a nacer. A vivir.

Antes, hace tiempo, cada lunes me mordía las uñas. Pensaba en el fin de semana, y me ponía nervioso al darme cuenta de que tenía que soportar cinco días hasta el próximo. Ciento veintisiete horas. Siete mil doscientos minutos. Un puto abismo hasta la próxima desconexión. Ahora no: ahora los fines de semana también son un impedimento. Un estorbo. No arreglan nada, pues desconectar completamente cada cinco días es completamente inútil si cada lunes te estampas a doscientos por hora contra el muro de las obligaciones.

El otro día me sorprendí en mitad de algo que creí que nunca me pasaría: Me hallé, de repente, contemplando los beneficios de un suicidio rápido e indoloro. No se asuste el lector, una cosa es divagar sobre los pros and cons del suicidio y otra muy diferente –y por supuesto, mucho más preocupante– el meditar temperalmentalmente sobre la posibilidad de llevar a cabo un proyecto suicida. Meh. Era una salida demasiado fácil, a decir verdad: Toda la incertidumbre que abruma mis días se desvanecería, y no quedaría nada malo. Por supuesto, tampoco habría nada bueno, o eso quiero creer. Pero eso no entra aquí, no vamos a debatir qué hay después. Sería un foro inocuo, un campo estéril lleno de sandeces e improperios pseudoespiritualistas que no nos llevarían a ningún lado, y me importa una puta mierda lo que venga después. Lo que me preocupa es el viaje, no el destino.

Los lunes son para sentirte idiota; para pensar en cada momento “¿Qué coño estoy haciendo con mi vida?” y para intentar poner en orden todo lo que nos rodea, general e irremediablemente, sin éxito.

Por lo tanto, los lunes son para posponer cosas. Empezando por pulsar penosamente una, dos, tres o cien veces  el botón de snooze del despertador, que debe estar preocupadísimo, como pensando “¿Otra vez? ¡Pero tío, que así nunca vas a llegar pronto!”, y siguiendo, a continuación, por hacer una lista de todas las cosas pendientes que hoy tampoco nos dará tiempo a hacer. Nunca podremos ponernos al día con la vida: es una batalla perdida en la que luchamos cargando con el peso de nuestras responsabilidades, y además, con las ajenas. Los lunes son esa enfermedad mental que nos ha causado vivir para producir, implacable y recidivante, intrusiva y agotadora, que no podemos quitarnos de encima.

Los lunes son, y eso es lo que más jode.


La Generación Abandonada

Mi artículo para la revista Cráneo Privilegiado. ¡Espero que os guste!

Cráneo privilegiado

Si fuera famoso, otra persona escribiría esto en mi lugar, intentando definirme y probablemente corriendo la misma suerte que yo. ¿Qué quién soy yo? ¡Y yo qué sé! ¿Quién es usted y qué hace en mi salón? Ahora en serio, todo lo que dijese sobre mí podría parecer superficial y pedante, así que digamos que escribo por no llorar. – Kate Shogun

Cuando París era una fiesta, Stein le dijo a Hemingway: “Sois todos una generación perdida”. Y risas aparte, así era. Millones de jóvenes deambulaban perdidos entre las consecuencias de una guerra que demolió los cimientos de un Occidente que parecía indestructible, y los tensos pródromos que anunciaban otra aún peor.

La Generación Perdida de Stein, Fitzgerald, Hemingway y compañía, consiguió sobrevivir, al menos parcialmente, al caos y la incertidumbre, a los genocidios, y a la crisis. Pero, ¿cómo? Podrían preguntarle a Hemingway, y ni siquiera éste podría elaborar una…

Ver la entrada original 1.027 palabras más


Introspección: Brainstorming o atormentar el cerebro.

He pasado de no sentir, a sentir una gran preocupación. Cuanto más consciente soy de todo lo que me rodea, más miedo tengo de vivir. De hacerlo mal. Y no me da tiempo a sentir ansiedad, porque el atracón ya me lo he dado. (risas).

La sensación de seguridad férrea en mí mismo que antes me daba mi coraza de insensibilidad es ahora un trasto oxidado en un desván que llamamos olvido, y me siento desnudo.

Desnudo, pero no un desnudo artístico como el canónico Hombre de Vitrubio que siempre había querido ser, sino desnudo y desagradable. Desnudo y juzgado. Como el fantasma de un yonqui viendo la autopsia de su cuerpo desde fuera. (Se me acaba de ocurrir que los forenses se toman una cerveza en homenaje a cada persona que muere el día de su propio cumpleaños)

Volviendo a la emoción, y por ende, a la incongruencia: Siempre me ha obsesionado la idea de la universalidad. Los cánones que han de seguirse, la concepción del bien, del mal, de la belleza y demás constructos subjetivos que pese a su subjetividad, intentamos imponer al resto.

Precisamente por esta agresión impositiva (ya que no es más que atacar a los otros, percibiéndolos como álguienes menos válidos por sus ideas) me repudian los cánones. Son fascistas. Intolerantes. Elitistas. Y aun así, dejamos que nos esclavicen. Yo antes entrenaba duramente para tener un cuerpo escultural y una mente prodigiosa, porque sí. Ahora que me he dado cuenta de mi propio error, ¿qué hago? ¿Acaso buscaba una igualdad siendo yo más que los demás?

En el fondo todos “somos iguales, pero mi igualdad es mejor que la tuya”.


Nota de despedida

Nunca la conocí, y eso es lo más extraño de todo. Al menos, no en persona. Conocer a alguien virtualmente es algo que no sé si está considerado todavía como el inicio de una relación interpersonal real. No sé en qué punto está la humanidad para considerar real algo cuando aún es digital, pero ese no es el tema.

Empezamos a hablar un día de otoño como otro cualquiera; ella, aburrida haciendo el gilipollas en el ordenador, y yo igual, vaya. Teníamos una amiga en común, pero los tres vivíamos muy lejos del resto como para quedar juntos y hacer una presentación en condiciones, a la antigua, como Dios manda.

Era un par de años más pequeña que yo, en las fotos parecía bajita, y era muy guapa. Era perfecta, en el peor de los sentidos: Inteligente, simpática, con una voz preciosa, y además,  bailaba. No sé bailar, y la gente que baila, me pierde.

Un par de meses después, durante las vacaciones de navidad, un par de amigos y yo habíamos planeado un viaje a su ciudad, para ver a más gente, y de paso huir cuatro o cinco días de casa y pasarlo bien. Cuando se lo conté se puso muy contenta e insistió en que teníamos que vernos, que tenía muchísimas ganas de que nos conociéramos de una vez. Yo estaba atacado, no esperaba una reacción así, pero estaba feliz. Nos pasamos todo el viaje de ida hablando, y me enseñó una canción que me encantó. Era como un niño pequeño la mañana de navidad, justo antes de abrir los regalos.

Nunca nos conocimos. Yo pasé cuatro días perdido entre callejones, paseos nocturnos y gente desconocida bailando en cuartos oscuros. Ella, fuera de la ciudad, con su familia en nosedónde. Se disculpó un millón de veces y dijo que volvería antes de que yo me fuera, pero al final, no pudo. Cosas de críos.

Hace algunos meses, me escribió mi amiga. “Tío, ésta se mató el otro día con la moto”. Y claro, qué coño tenía que hacer yo. ¿Qué se supone que tenía que sentir? No la conocía, no en persona. Si no hubiese tenido un nexo con la realidad, podría haber sido incluso un sueño. Una alucinación. Un perfil falso de chica mona de los que salen en Catfish. No sé. ¿Cómo habría sido todo si nos hubiésemos visto, simplemente, una o dos veces?

Pongamos que escribo esto a modo de duelo por la pérdida de alguien, que un día casi llegué a conocer.


Delirios nocturnos.

¿Por qué sigo fumando a estas horas? ¿Por qué soy incapaz de vaciar el cenicero aunque esté hasta arriba de colillas apestosas? ¿Por qué soy incapaz de irme a dormir a una hora razonable aunque anochezca a las siete de la tarde? ¿Por qué por las mañanas soy incapaz de oír un despertador? ¿Por qué no puedo escapar de las garras de la cama hasta que ya no son horas de hacer nada? Supongo que todo eso es explicable por el hecho de que soy capaz de abrir una botella de vino a estas horas. O porque soy incapaz de dormir cuando quiero. No lo sé. ¿Por qué cuando queremos echar un polvo o que nos abracen, no hay nadie? ¿Y por qué cuando podemos follar no tenemos tantas ganas como en el momento que provocó que buscásemos alguien con quien hacerlo? Bueno, las ganas siempre están ahí, pero unas veces hay más, y otras menos. ¿Por qué nos enganchamos a sustancias y/o personas? ¿Por qué somos dependientes? Porque no os engañéis, todos y todas dependemos de algo. ¿Qué es bueno y qué es malo? “Esto es bueno”. “Esto es malo”. No. Las cosas no son “buenas” o “malas” porque lo diga vuestra familia, vuestra vecina cotilla, o el Papa. Los actos tienen consecuencias, y éstas pueden ser útiles, o dañinas. O simplemente pueden ser inocuas, inofensivas, neutras. Como prefiráis decirlo. El bien y el mal son conceptos creados desde la debilidad y el miedo. Y esto tampoco es malo, ni bueno. Es HUMANO, y a veces se nos olvida que vivir no es tan fácil como en las películas.


Astrofísica para seres humanos.

¿Recordáis aquel tiempo en el que erais normales? Yo tampoco. Desde que tengo conciencia, había pensado que las personas podían ser catalogadas según sus gustos, su personalidad, o sus comportamientos. Después empecé la universidad y me di cuenta de que aquello era una gilipollez.

Cada persona es una galaxia. Hay galaxias de todas las formas y tamaños, aunque por lo general, las galaxias crecen con el paso del tiempo. Tenemos una estrella interior, a cuyo alrededor, giran planetas: nuestras ilusiones, nuestros rasgos y otras muchas cosas. Los planetas pueden tener satélites, naturales, o creados por nosotros mismos, que también orbitan a su alrededor. Tenemos campos de asteroides llenos de traumas por los que es imposible transitar y hermosos cometas llenos de pasión, que si se acercan demasiado a un planeta, pueden dañarlo, o incluso destruirlo, barriendo su existencia del sistema. ¿Qué pasaría entonces? Donde había un gigantesco planeta, ahora sólo hay cenizas, pedazos que han sobrevivido a la desintegración más violenta, pero nada que ver con la gran semiesfera que existió previamente.

También existen elementos más allá de la galaxia: de hecho, en el universo existen millones de galaxias, y miles de meteoritos de realidad, que pueden causar estragos si los planetas no tienen las defensas adecuadas. ¿Sabéis qué es lo más peligroso de todo esto? Cuando dos galaxias se acercan demasiado. Cuando una galaxia entra en contacto con otra, los campos gravitatorios de sus planetas se unen, y comienzan a danzar unos alrededor de otros; los pequeños comienzan a orbitar en torno a los más grandes, y si se sincronizan bien, todo funciona como un reloj de maquinaria suiza. Sin embargo, si algún asteroide u otro elemento como un satélite de una de las dos galaxias, provoca un desequilibrio en los movimientos de los cuerpos, la nueva mega galaxia debe luchar por reorganizarse, y si no se consigue, el choque interplanetario provoca explosiones de gran potencia que pueden destruir casi completamente una o ambas galaxias.

Pero hablemos de la estrella de una galaxia. La estrella es el epicentro de la galaxia, aunque las galaxias, muchas veces, desconozcan u omitan su existencia. Las estrellas son el núcleo, vida y muerte. Si un planeta se acerca demasiado a la estrella, puede sufrir daños o incluso ser eliminado, pero si dos estrellas chocan, puede tener lugar la más hermosa de las creaciones, o la más mortal de las explosiones, y por eso el riesgo que supone el acercamiento entre galaxias. Existen estrellas más grandes, más pequeñas, más calientes o más frías, y cuando una estrella muere, el sistema entero acaba falleciendo, y siendo visible su muerte a gran distancia, sin embargo, esta información muchas veces llega mucho tiempo después a otras galaxias, debido a la distancia que exista entre ellas.

Las estrellas no son buenas ni malas per se. Son peligrosas en las distancias cortas, pero no convierten tampoco a la galaxia en algo bueno o malo. En todo caso, existen planetas más útiles o más dañinos para la vida de cada galaxia, pero nada más. Las galaxias no entienden de ética o moral, bien o mal. Es inútil catalogar galaxias, pues cada una de ellas siempre estará formada por la misma materia, pero no se parecerá en nada a sus hermanas, o a sus vecinas.


Introspección en retrospectiva: Sobre drogas, Bukowski y mi madre.

He empezado este párrafo muchas veces, pero siempre me atasco. Supongo que siempre será más fácil hablar de los demás que de uno mismo, pero bueno: Luces, cámaras, acción. O mejor dicho, cigarrillos, café, y ordenador. Toma número cuarenta y siete: Introspección. Acabo de apurar el primer cigarrillo de la mañana, así que ya son cinco minutos que tengo que salir a correr mañana. Así con cada cigarrillo, a ver si dejo de fumar de una puñetera vez. Es una mierda, porque fumar me gusta más que a un tonto un lápiz, pero bueno, dicen que es malo, y cuando la comida empieza a no saberte igual, cuando comienzas a no poder oler cosas como antes (y esto es una putada, porque me fascinan los olores) o cuando al terminar de echar un polvo estás chorreando sudor y jadeando como Filípides, a punto de vomitar los pulmones, te planteas que deberías dejarlo, o al menos, reducir la dosis lo máximo posible.

Pero claro, con las drogas, las cosas son así: ¿Dejarlas del todo? Es bueno, pero muchas veces las drogas han empezado a formar parte de nuestras vidas, y nos gustan. En mi caso es sólo el tabaco, pero un cigarrillo hace cualquier momento más interesante, y eso es así. Si fumaseis, lo sabríais.

En fin, no sé cómo he empezado a divagar de semejante manera, pero bueno, siempre me pasa, así que digamos que es algo normal. Que yo venía aquí a hablar de mí.  Cuesta, ¿eh? Sobre todo cuando tengo que ponerme a pensar en cómo he llegado hasta aquí. Pues bueno, soy un chico de veintiún años, y no creo que sea el momento de definirme con nada más, pues todo lo que hago o todo lo que podría hacer, son sólo accesorios de lo que soy. Sigamos. A ver, qué más. Mi vida ha pasado por varios altibajos últimamente. Hace poco más de una semana acabé con una relación para la que creía que estaba preparado, y en efecto, lo sigo creyendo, pero bueno. Las cosas no funcionan siempre, y si uno solo no funciona, ¿cómo va a funcionar con los demás? Ese es uno de mis grandes problemas ahora mismo: me falta paciencia. De hecho, creo que es algo que nos pasa a todos, o a casi todos los jóvenes. Somos una generación instantánea. Los cafés se hacen en cinco minutos, en cualquier momento puedes encontrar una persona con la que hablar de gilipolleces o con la que echar un polvo, pero ¿dónde queda el encanto de quedarse con ganas? No existe para nosotros. Pocas veces nos conformamos con esperar. Si no tienen algo que queremos en un sitio, lo buscamos en cualquier otro, ya sea un abrazo, unos zapatos o un poco de diversión. La paciencia ya no existe, y pecamos de alimentarnos a base de placebos, cuando lo verdaderamente bueno está aún en camino. Acabo de encender el segundo cigarrillo, y ya son diez minutos que tengo que correr mañana.

Siempre me ha gustado escribir, pero estos últimos meses sólo he escrito mierda desesperanzadora y depresiva, he estado  durmiendo mal, y viviendo peor, pero bueno, eso ya está más o menos arreglado. También hubo momentos felices, porque gracias a _____, nunca me han faltado amigos. He fracasado en la universidad, aunque tampoco ha sido algo estrepitoso; ahora tengo ganas de hacer las cosas bien, y la relación con mi familia es mejor de lo que ha sido en varios años. Mi hermana siempre me ha apoyado, y mi padre, aunque no ha sabido cómo hacerlo, parece “entender” ahora cómo he estado durante este tiempo.

No he estado siempre acostándome con la desidia y el rechazo por la raza humana, hubo un tiempo en el que pensaba en algo más que los fines de semana y las piernas de alguna mujer. Hubo un tiempo en el que tenía otras cosas que hacer. Tenía alguien a quien cuidar, y tenía alguien que me cuidaba, y con eso me conformaba: Pensando que era demasiado inteligente y que en un futuro podría hacer todo cuanto quisiera. Lo malo es que cuando el futuro llegó, mi madre ya no estaba, y ella no era sólo a quien cuidaba cada día: Mi madre era la única persona que sabía guiarme, quererme y tranquilizarme diciéndome que todo saldría bien, aunque supiéramos que no iba a ser así. Pasé los últimos meses de su vida, con mis dieciocho años recién cumplidos, haciendo poco más que cuidarla durante todo el día, y deseando que se muriese ya, porque no podía verla sufrir más. Supongo que ver cómo una persona muere delante de ti te cambia la vida, y eso hizo que cuando desperté, a la mañana siguiente, y mi padre me dijo: “Ya está, mamá se ha ido”, yo sólo sintiera alivio. Absurdo, ¿verdad? La única persona capaz de apaciguar mis guerras interiores, de ayudarme a sentir y a aprender a vivir como yo querría, se había ido, y yo sólo me sentía bien. Juzgadme si queréis, pero mi conciencia está tranquila: Cuando llevas desde los siete años viendo cómo la persona que más quieres en el mundo se va derrumbando poco a poco, te arrancas el corazón sin saberlo, y lo guardas en un iceberg, por lo que pueda llegar a pasar. Así estoy ahora, intentando por todos los medios posibles, llegar a lo más profundo del hielo, para recuperar la pasión, la risa, el valor, y el dolor; porque el dolor, os diré, jode sentirlo, y jode aún más ver cómo la gente se regodea en su amargura, pero aun así, es necesario.

Cuando empecé a escribir con más asiduidad, me di cuenta de que no escribía cursi, ni recargado, escribía directamente lo que quería escribir: sin florituras, sin gilipolleces, sin paja. Y entonces me di cuenta de que no era una persona al uso. Amigos y lectores me comparaban con Bukowski, pero yo no escribo como él. Cuando lees a Bukowski, te das cuenta de que es un pobre chico que nunca recibió el cariño de sus padres, que vivía enfadado con el mundo, y que lo único que quería era ser querido. Bukowski es infantil. Yo también puedo ser infantil, pero no soy Buko. Yo no siento como las demás personas, y aunque suene ególatra, o creído, o misántropo, muchas veces me hallo rodeado de amigos, de amantes, o de gente sin más, y los observo desde una burbuja, como si tuviese una membrana que rechazase todo tipo de estímulo que en cualquier otra persona despertaría simpatía, o al menos, empatía. Me siento desplazado, y  aunque ellos no tengan la culpa, es una mierda, porque escuece en el puto alma sentirse apartado por algo que desconoces, algo que no tiene presencia física, ni casi presencia mental, pero te impide relacionarte contigo mismo y con el mundo como es debido. Pero bueno. Cada uno tenemos nuestros demonios, y el mío es no sentir. No os equivoquéis: no soy un psicópata, o un sociópata: Yo aún creo en cosas que pueden salvarme, o al menos, hacerme sentir alivio.


Llevo años intentando despertarme a tiempo,
invirtiendo las horas de sueño en posponer el día siguiente,
llevo tanto tiempo arrastrándome por el presente
que cuando quiero empezar a vivir, no me sale.

Llevo meses planeando perfectas rutinas
que no me duran más de dos semanas,
valiosos horarios de “persona de provecho”
que abandono a la mínima y que no me valen de nada.

Vivo en un universo vacío,
del que sólo me salva un orgasmo;
diez o doce segundos son dulces
antes de sumirme en cada letargo.

Paso las noches entre vasos medio vacíos,
vagando por bares medio llenos.

Llevo tanto tiempo perdido,
que todo lo vivido,
me resulta ajeno.

Seguir leyendo

Coma.

Llevo meses en un coma profundo. No es un coma cualquiera: Soy casi consciente de mis actos, de lo que me rodea y de lo que siento. Casi. A mi alrededor sucede una infinidad de cosas que puedo percibir, pero me son totalmente ajenas. Es como si viese la realidad desde una pantalla. Como si supiese que me hallo dentro de una caverna platónica y que la realidad está más allá, pero no sé salir. Estoy dentro de un laberinto de espejos que reflejan un rostro horrible, demacrado, anestesiado y perdido. No sé por qué me siento así, por lo que no sé cómo abrirme paso y salir de aquí. Mi pulso es tembloroso y sólo encuentro alivio en el dormir, en apagar mi cerebro con algo que calme mi actividad cerebral compulsiva. Mi cerebro pasa las veintiséis horas del día hiperactivado, inmerso en una skiamakhia contra los errores que he cometido a lo largo de mi vida. Sé que hay vuelta atrás, que todo tiene solución, pero soy incapaz de dar el primer paso. Ojalá existiese un botón para desconectar nuestros cerebros, al menos durante un rato. Vivo en una bóveda de cristal cerrada herméticamente, y la solución a mis problemas se encuentra perdida en las nubes. ¿O es más bien al revés? Vivo adormilado, flotando entre vapor de agua y otras sustancias, y dentro de la bóveda existe una masa amorfa y heterogénea que contiene los planes de mi vida, y no sé cómo llegar a ella. Entre las nubes tras las que me oculto, hay sombras que me persiguen sin descanso, y sólo puedo esconderme como un animal malherido, evitando el contacto con ellas cada día, hasta que llega la noche y me siento seguro, porque en la oscuridad las sombras no pueden verme. Los días pasan todos iguales, mientras me castigo por no ser capaz de alcanzar esa metamateria que me permita vivir en paz conmigo mismo y con el resto del mundo. Estoy perdido en un laberinto, y no me queda más remedio que seguir arrastrándome. No sé cómo he llegado hasta aquí, así que no sé salir; tan sólo espero que exista una salida.


Domingos

Hoy era domingo, pero ha sido extraño. Normalmente los domingos me levanto destrozado, “esguarnío”, como diría mi padre, pero no. Ni siquiera tenía un poco de resaca. ¿Significa que estoy dejando a un lado el alcoholismo lúdico-festivo que caracteriza a mi generación? Sinceramente, no lo creo. Anoche bebí poco, bastante menos de lo habitual, pero la noche tampoco estuvo como para celebrar grandes cosas. De hecho, en general, un fin de semana que prometía ser épico, ha sido un cúmulo de altibajos, de momentos muy divertidos y momentos muy amargos. Este fin de semana tenía un altísimo potencial que no hemos sabido aprovechar, casi nada ha salido como esperábamos. De una gran fiesta a quedarme dormido en el sofá; de una gran noche con amigos y sábanas compartidas a encuentros fortuitos llenos de incomodidad, llegar a casa con ganas de asesinar a alguien, y finalmente dormir solo. Hoy me he levantado como cualquier domingo, y no he hecho gran cosa. Me he despertado a la hora de comer, me he puesto la misma ropa que me había quitado unas ocho horas antes, y me he ido al McDonalds. El resto del día ha transcurrido entre películas y series pendientes mientras esperaba una llamada de teléfono para arreglar el lío que tenía en la cabeza. Los domingos son para solucionar las cagadas de los sábados por la noche. Y para los amores no correspondidos. Y para sufrir. Y para despedirte durante cinco días de la gente que sólo puedes ver los fines de semana. Los domingos son para muchas cosas, pero creo que poca gente se ha dado cuenta de ello. Este domingo me he levantado como cualquier otro domingo, pero me voy a dormir con la sensación de que, aunque no todo salga a la perfección, se puede hacer mejor. Se puede poner más de nuestra parte. No sé ni lo que digo. ¿Será patológico ser optimista un domingo? Llamadme enfermo, pero yo creo que no.