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RUNAWAYS: Guía de lectura.

Querido lector:

Como Runaways era mi primer relato más o menos serio, no quería hacer algo convencional. Quería hacer algo diferente, así que empecé a escribirlo por el final. ¿Por qué no? Si lo hubiese escrito de principio a fin habría sido demasiado lineal, y eso sería aburrido. Es decir, ninguno de vosotros lo leería. Además, quería probar algo nuevo, al menos para mí, y para que me entiendas, he aquí una breve guía de lectura de Runaways:

El orden cronológico del relato sería I, II, III. Hasta ahí bien. ¿Cuál es el problema entonces? Que yo empecé escribiendo y publicando, en el orden inverso: III (El final), II (El viaje) y I (El principio, en la ciudad.)

¿Cómo recomiendo leerlo yo? Yo recomiendo la segunda manera, es decir, la mía. Si lo vas a leer más de una vez, empieza a mi manera, y luego léelo en el orden que prefieras. Como si empiezas por la segunda parte, da igual. Es un experimento y espero que lo disfrutes lo máximo posible, como he disfrutado yo escribiéndolo.

Sin más dilación, te dejo leer a gusto. Un placer, y hasta la próxima.

Kate Shogun

ÍNDICE DE RUNAWAYS:

I: –  https://kateshogun.wordpress.com/2013/05/28/runaways-i/

II: (Primer acto) –  https://kateshogun.wordpress.com/2012/11/13/runaways-ii-1st-act/

II: (Segundo acto) –  https://kateshogun.wordpress.com/2012/12/08/runaways-ii-2nd-act/

III: –  https://kateshogun.wordpress.com/2012/10/29/runaways-iii/


Runaways, I

Estaba contrariado y no sabía por qué. La verdad es que llevaba así un par de semanas.

O un par de meses.

O un par de años… Puf. Resoplé para mí mismo y tragué otro sorbo de cerveza.

Era una tarde de martes, en junio, y aún había luz. Era demasiado pronto para beber, pero no me importaba. La verdad es que había estado bebiendo a ratos durante un par de días. O un par de meses. O un par de años.

Estaba disgustado con mi vida. O más que disgustado, cansado. Últimamente no le encontraba el gusto a nada. Ni salir de fiesta, ni ir a la universidad, ni conocer gente nueva. Nada. Lo cierto es que el mundo me daba bastante asco. Era incapaz de seguir una vida normal. De todas maneras, ¿qué era una vida normal para un “joven adulto”? Nadie sabría contestarme a aquello.

Cuando era pequeño, creía que al cumplir dieciocho años, llegaría una vorágine de sensaciones, emociones y vivencias que me empujarían a ser feliz cada día de mi vida. Además, la universidad me había abierto muchas puertas. La primera decisión que tomé como “adulto” fue irme de casa; no quería seguir viviendo con mi familia, así que me mudé. No fue una mudanza convencional, ya que me fui a un piso de protección oficial, de un viejo jubilado cuya muerte nadie había notificado.

A mí no se me habría ocurrido algo así por mí mismo, pero Joachim me lo enseñó. A él se lo enseñó un amigo de un amigo de un amigo, o algo así. Creo que nos conocimos por algo así también, por varios conocidos en común. Lo típico que no recuerdas, vaya.

Él solía pasar allí largas temporadas, primero solo, hasta que comenzamos a vivir juntos cuando yo me mudé a aquel destartalado y cochambroso refugio.

Joachim odiaba a su familia tanto como ellos a él. O no, puede que incluso ellos le odiasen más. Su madre era una loca depresiva y su padre un borracho apestoso que les zurraba a la mínima. Es curioso, pero él, pese a tener sólo diecisiete años y poco más de sesenta kilos de peso (casi todo hueso), ya sabía más del mundo de la calle que yo. Era un pequeño gángster. Y también conducía mejor, así que solía ser mi chófer pese a que el coche fuese mío.

No teníamos demasiados ingresos: Jo compraba marihuana y hachís muy barato a un amigo suyo y se lo vendía a los chavales de su instituto a precio de oro. Era todo un hombre de negocios, el cabrón. Ese pequeño trapicheo nos daba un par de cientos al mes. Yo, por mi parte, recibía una pensión por orfandad: mi madre había muerto un par de años antes de que yo empezase la universidad, así que la suma ascendía a unos ochocientos dólares mensuales. No era mucho, pero era suficiente para sobrevivir en aquella jungla. Además, como no pagábamos alquiler, la mayoría del dinero era para comida, drogas y gasolina. Todo consumible. Incluso conseguíamos ahorrar un poco.

Mi padre no protestó ante mi decisión de irme de casa, y llegamos a un acuerdo: Él pagaría mis estudios mientras yo aprobase un curso completo cada año; y, con la pensión, yo debía ser capaz de mantenerme económicamente estable. No me daría ni un dólar si vivía fuera de casa, y se me estaba acabando el chollo, pues el Gobierno me daría mis quinientos cincuenta dólares mensuales hasta los veintiún años, es decir, unos diez meses más. Y no, no estaba por la labor de volver a someterme a aquel tirano viudo. No le soportaba. No soportaba nada. Lo mismo me pasaba en la universidad. Era una universidad fantástica, la mejor del país para estudiar empresariales, y no era excesivamente cara, pero la gente apestaba.

Todos tan jóvenes, tan revolucionarios, tan libres de espíritu y tan abiertos de mente, disfrutando de la liberación sexual y la destrucción de los tabúes reinantes durante siglos y que en unos pocos años habían desaparecido. Tan ansiosos por descubrir la vida que ante ellos se abría de piernas como una amante apasionada, deseosa de acción… Era todo mentira. Estaban encerrados en una rutina que a mí me resultaba desesperante. Todos los días de diario hacían lo mismo. Todos los fines de semana hacían lo mismo. Fingían aceptar que pensases de forma diferente, pero por dentro te veían como a un bicho raro que no pinta nada en sus círculos de amistad. Los hombres sólo te hablaban de fútbol, y las mujeres, que se definían a sí mismas como espíritus libres, se indignaban si no las llamabas el día de después. Y cómo no, te odiaban por el simple hecho de intercambiar unas pocas palabras con “esa zorra” o “aquel putón”. La liberación sexual no es más que otra utopía inalcanzable, pues los celos están a la orden del día en los corazones y las cabezas de todo el mundo.

Por suerte, siempre hay alguien que encaja igual de mal en la cuadrícula social que uno mismo, y así, una tras otra, aparecieron en nuestra vida Nico, Zoé y Océan, o como Joachim y yo las llamábamos, nuestros tres pedazos dorados del infierno.

Nico apareció un día al azar en la puerta de casa, como quien recibe un timbrazo y al abrir su portal descubre un cachorrito que alguien ha abandonado ahí unos segundos antes, y la habíamos acogido casi sin preguntar. Cuando llegó, vestía una falda negra desgastada y una camiseta blanca de manga corta talla XXL, unas botas tipo Timberland marrón oscuro y una melena desaliñada y larga hasta la cintura. Había venido desde su país haciendo autostop y chupando pollas para costearse cada trayecto, huyendo de unos matones que querían hacer que se prostituyera. Era guapísima. Sus ojos verdes destilaban rabia, independientemente de la expresión que el resto de su cara tuviese. Era como un enfado continuo con el mundo. Enfado y miedo. Como no podíamos mantenerla, accedió a buscar trabajo, y así empezamos a ser una pequeña familia de marginados sociales. Como salidos de una novela de Bukowski.

Zoé, para no ser menos, había aparecido también por sorpresa. Hacía más o menos un año, el mecánico al que confiaba la salud de mi viejo Chevrolet estaba enfermo, así que me dio la dirección de una chica a quien había dado clases de mecánica y que era todo un genio de los motores. Jo me acompañó aquella tarde. Imaginaos nuestras caras al ver una chica rubia, con el pelo sujeto por una trenza y un pañuelo rojo en la frente, para evitar el sudor, y vistiendo nada más que un mono de trabajo muy gastado, también de color rojo, y abierto hasta el ombligo con la parte de arriba atada por las mangas a la altura de la cintura. Y el sujetador, negro, ciñendo su pecho, que se hinchaba con cada esfuerzo que Zoé hacía mientras diseccionaba el motor de una antigua Indian Chief.

Su pequeño cuerpo se movía con la gracilidad de una ardilla, mientras cambiaba piezas de la enorme motocicleta. Era diminuta, sí, pero cada uno de sus movimientos destilaba una vigorosa elegancia. Su piel brillaba por el sudor del esfuerzo. Era preciosa. Un ángel de cabello dorado y ojos marrones rodeado de tuercas y carburadores.

Tras aquel primer encuentro, empecé a llevarle mi coche siempre a ella, ya que lo cuidaba mejor que el mecánico anterior, y era una chica genial. Vivía con su padre, al cual no soportaba, y estaba ahorrando para irse a vivir sola lo antes posible. Como se veía venir, empezó a visitarnos muy a menudo, pasando largas temporadas también en el piso. Al ser la única con un trabajo más o menos serio, se convirtió en nuestra principal fuente de ingresos.

Por último, la primera. Océan, cuyo nombre no era en vano. Mitad francesa mitad argentina, tenía unos ojos azules en los que podía atraparte horas, ya fueses hombre, mujer, infante, animal o cosa. Lo digo porque a mí me había pasado más de una vez. Era alta, mucho más que Zoé o Nico, tenía un cuerpo que quitaba el aliento y un espíritu salvaje, indomable. Sabía echarle cara a todo y aprovechar su atractivo para cualquier cosa. Tal vez por eso era tan caprichosa, pero eso daba igual.

Océan trabajaba desde los diecisiete años en un pequeño club, cantando en un grupo de jazz con otros tres chicos argentinos, y vivía en un pequeño camerino de aquel local.

Lo que me unía con ella era la orfandad. Su madre había muerto durante el parto, así que Océan vivió con su abuela materna hasta la muerte de ésta, hacía cuatro años y medio. Su abuela y mi madre murieron casi a la vez, durante la misma semana, y ella y yo nos habíamos conocido en el hospital. ¿Qué sitio conocéis con mayor romanticismo que una sala de espera desierta? Al vernos, coincidimos en que ninguno estaba de ánimo como para soportar el momento solo y en silencio, por lo que me acerqué a ella y empezamos a hablar. Fuimos un refugio el uno para el otro durante esos meses, y pese a sus estupideces y las mías, nos queríamos muchísimo.

Océan siempre me hablaba de una casita que su abuela tenía en el campo, en la que había pasado las vacaciones desde que era un bebé, y que estaba alejada de cualquier rastro de civilización en muchos kilómetros a la redonda, y pasábamos horas fantaseando sobre nuestra idílica vida allí. Pero como todas las fantasías, siempre creímos que quedaría en nada más que un sueño.

Encontrar  a Joachim y a las chicas había sido una especie de salvación para mí. No sólo por encontrar gente que estaba tan jodida como yo (o más, ya que yo por lo menos estaba en la fase que “me correspondía”, es decir, la universidad), sino porque era la primera vez que creía tener amigos de verdad. Confiábamos los unos en los otros, nos queríamos, y además, era una especie de macrorrelación seria. Me explico. Yo estuve un tiempo saliendo sólo con Océan, ya que había sido la primera en conocer, pero cuando llegaron Nico y Zoé, Joachim se quedó prendado. Sin embargo, tonteaban entre ellas, no sé si por propio placer o tan sólo para putear al pobre Jo. El caso es que yo las hacía lesbianas desde hacía tiempo, cuando de repente, al llegar una tarde al piso, abrí la puerta y me encontré un montón de ropa tirada por el suelo y un denso olor a hierba.

Llegué al único dormitorio de la casa y ahí estaban, los tres jugueteando en la penumbra, dándose placer entre ellos como si no hubiese un mañana. Me quedé a cuadros, y no bastó simplemente con encontrármelos así, sino que Zoé se levantó de la cama, se acercó a mí y empezó a besarme, mientras me quitaba la cazadora y la camiseta. Me quedé paralizado, y ella tiró de mi mano para llevarme a la cama. Me uní a su pequeño núcleo de amor, mientas seguía en shock. Mientras me desnudaban, me ofrecieron un Bong de marihuana. Nunca había participado en serio en una sesión grupal de sexo, y he de admitir que lo mejor fue cuando Océan, que estaba aparcando, llegó y se encontró la escena casi terminada. Zoé y yo nos acercamos a ella y sin mediar palabra, nos sumimos en un húmedo mar de lenguas y caricias, mientras oíamos gemir a Nico y a Joachim, y vuelta a empezar. Si el cielo existe, es imposible que sea algo así, pero oye, soñar siempre ha sido gratis. Fue mágico.

Desperté el primero. Seguía un poco fumado, así que al recordar lo que había pasado, no pude evitar reírme. Me reí tan fuerte que les desperté, y no sé cómo, surgió la conversación sobre lo que habíamos hecho. Por lo visto yo era el único que aún no había fantaseado con ello. “Jodidos enfermos” dije mientras nos reíamos. Ahí estábamos, los cinco, desnudos y drogados, en una casa que legalmente no era nuestra, pero que nos hacía sentirnos como en casa.

Después de recordar esta escena, tras la que habían transcurrido varios meses repletos de momentos como este, me di cuenta de que mi hogar no era la casa, sino que ellos eran lo único que necesitaba. No necesitaba emborracharme, no necesitaba a la gente de la universidad, y no necesitaba más familia que ellos, y no era el único que se sentía así.

Cada uno teníamos un pequeño imperio en ruinas dentro de nosotros, y vivíamos enlatados en un infierno de hormigón, que nos había visto crecer y sufrir durante todos los años que teníamos. Eran tales las heridas, que sólo encontrábamos refugio en la compañía de otros como nosotros.

Yo, personalmente, había empezado a rechazar hacía tiempo (primero inconscientemente y luego de manera deliberada) el mundo en el que vivíamos.

Creí que había perdido mis sentimientos, que me había vuelto frío como un iceberg, pero no era frialdad, sino resignación, ya que Jo y las chicas me habían hecho sentir de nuevo. Y pensé que tampoco podía resignarme, que teníamos que actuar. Incluso huir, si era necesario.

Ellos eran lo único en lo que yo creía desde hacía tiempo, y ahí estaba, intoxicando mi hígado un martes por la tarde y dándome cuenta de que la culpa de mi malestar no la tenía mi familia, ni mis compañeros  de universidad, ni la televisión, ni la política, ni nada puntual. La culpa era de la sociedad, que nos hacía perder la ilusión y nos convertía en zombies mezclados dentro de un gran archivador multiétnico y cruel del que de ninguna manera podíamos salir. Pues bien, -pensé-. tendremos que salir cueste lo que cueste. Si algo me había caracterizado era mi facilidad para librarme de cosas que no me gustaban, y la sociedad era una de ellas, así que cuando recibí aquella llamada de Nico, no lo pensé dos veces. Era el momento perfecto para escapar.


Runaways II, (2nd act)

Tras alejarnos del lugar del accidente, tomamos un desvío hacia lo que en el mapa parecía un bosque, y al llegar escondimos el Suburban entre las encinas.

Era un vasto bosque y no se percibía ni un ruido desde el interior de la arboleda, así que era un lugar idóneo para escondernos mientras decidíamos qué hacer.

Las chicas estaban histéricas, y no dejaban de discutir entre ellas. Era normal, el estrés que habíamos sufrido durante apenas media hora era tremendo, por lo que optamos por comer algo. Aún así, la comida no consiguió aliviarnos, por lo que después de unos bocadillos y un café frío que llevábamos en el termo, la discusión continuó, incluyéndonos a Joachim y a mí.

-¿Qué coño os pasa? -exclamó Nico, rompiendo a llorar. Jo la abrazó y trató de tranquilizarla.

-Pequeña, no podíamos hacer otra cosa, esa navaja es ilegal y probablemente nos habrían llevado a comisaría y habrían investigado quiénes somos.

-¡Y tú has matado a un hombre, imbécil! -interrumpió bruscamente Océan, a quien tapé rápidamente la boca para que se callase, pero que me mordió y al apartarme siguió-.

-Gabacha cállate ya, ¿quieres? -dijo Zoé.

-Pero de qué vas, puta enana -contestó Océan echándose encima suya, intentando intimidarla con sus quince centímetros de más.

-Océan, cálmate de una puta vez, ¿quieres? -dije mientras la sujetaba, esta vez por los hombros-. A ver, vamos a relajarnos y a pensar en lo que podemos hacer.

-A ver, mucha gente ha visto la persecución, y el coche no va a pasar precisamente desapercibido con ese choque y el disparo en el retrovisor. -dijo Jo, mirándome y levantando las cejas.

-Ah, ¿sí? Y quién le ha hecho lo del parachoques,¿eh, Joachim? -inqurí, cabreado.

-No jodas tío, qué iba a hacer, ¿dejar que nos persiguiese hasta el fin del mundo? O peor, ¿hasta que se nos acabase la gasolina?

-Está bien, centrémonos -acepté a regañadientes-. Sólo es mediodía, por aquí no pasa ni un alma y estoy reventado, así que,¿por qué no nos echamos un rato?

-Lo secundo. -respondió Joachim.

-Y yo, joder, ya era hora -replicó Zoé-.

Concluí que era mejor que uno se quedase despierto por si acaso, así que cogí los prismáticos que guardaba en la guantera del coche y el mapa y me puse a investigar qué había en los alrededores, no sin antes darle un tranquilizante a Nico, que seguía histérica.

La granja que habíamos visto antes en el mapa estaba ahora a unos dos kilómetros al este, es decir, en sentido contrario a la carretera, por lo que avancé por el pinar procurando no perderme durante un kilómetro y medio, y cuando los árboles se acababan me detuve y observé el pequeño valle desértico con los binoculares.

Había una valla de madera que parecía una empalizada, ya que medía unos dos metros de alto, que rodeaba una nave industrial blanca enorme, con dos grandes puertas corredizas metálicas, como si entrasen camiones a menudo, y a la izquierda, un cobertizo con sitio para dos coches, con una ranchera Ford Ranger negra, bastante moderna. Se me iluminó la cabeza, así que me tumbé bocabajo, para evitar ser detectado por cualquier individuo que pululase por allí, y observé durante una interminable hora. Nada, el lugar no daba ningún signo de vida, así que me levanté y volví paseando hasta donde estaban los chicos. Por el camino, un pequeño mirlo se espantó al oír el crujido de una rama que había pisado yo, y se posó en la parte baja de un álamo, a unos diez metros de distancia, mirándome. Le sonreí, como si el animal pudiese entender lo que yo iba a hacer, y proseguí mi camino mientras el ave iniciaba un alegre gorjeo.

Me acerqué a Zoe, que dormía en la tercera fila de asientos del Suburban, y la zarandeé ligeramente.

-¿Mmmmhh? -gruñó ella. La verdad es que ese corte de pelo por los hombros a lo años sesenta le quedaba de vicio y yo me estaba poniendo cachondo al verla así, pero intenté concentrarme-.

-Zoé, ¿sabes si un Ford Ranger es fácil de abrir?

-¿De qué año?

-No sé, debe ser como del dos mil tres o así…

-Hmm, sí.

-Vale, pues despierta y ven conmigo.

-¿Qué?

-Que vengas, vamos, es importante, te lo cuento por el camino.

-Bostezó-. Vaaaaaale -se estiró y salió del coche por el portón del maletero-. ¿Lo vamos a robar?

-Eso depende de si eres capaz de abrirlo. -contesté, tratando de picarla sonriendo.

-Entonces eso es un sí. -y me sacó la lengua.

Por el camino ideamos el plan: Robaríamos la Ranger, Zoé le haría un puente, y nos la llevaríamos por el camino (en el que al ser de piedra, no dejaríamos rodadas) hasta donde estaba el Suburban. Trasladaríamos todo el equipaje a la caja de carga de la Ford y cambiaríamos las matrículas para despistar a cualquier policía o hijo de puta con ganas de jugar a Sherlock Holmes. Después Joachim o yo nos quedaríamos con el Suburban escondidos hasta que anocheciese, e iríamos con los dos coches, cada uno por separado, hasta un pueblecito llamado Sunshade Hills, donde Zoé conocía a un tipo que tenía un garaje y nos compraría el Suburban. Me daba mucha pena deshacerme de él, pero no quedaba más remedio, así que le llamamos, y acordamos que por quinientos dólares se lo quedaría sin hacer ningún tipo de preguntas.

Llegamos al final del bosque y observamos durante otra media hora esperando algún signo de vida humana, aunque fue en vano: ya era media tarde y el sol ayudaba a nuestra causa, ya que hacía demasiado calor como para que nadie se sintiese tentado a abandonar su casa.

Bajamos la cuesta de arena, atravesamos la valla de madera y anduvimos hasta el cobertizo, que no tenía puertas. Zoé sacó una extraña palanca que introdujo por la rendija de la ventanilla de la Ranger, y con tres o cuatro movimientos, un ruido metálico anunció que la puerta estaba abierta.

-Eres un genio, enana -le dije, asombrado. Ella se me acercó, me dio un beso y abrazándome me dijo al oído mientras sonreía “Ya lo sé”.

Le dejé coger el volante, ya que habíamos acordado que la Ranger sería suya. Estaba muy animado y en el coche había una vieja cinta de Johnny Cash, así que la puse antes de arrancar. Zoé arrancó pegando un acelerón y cantábamos “Cry Cry Cry” ruidosamente porque creíamos que no había nadie y que nos había salido todo bien, hasta que al cruzar la valla de madera un viejo con una escopeta en la mano apareció ante nosotros apuntándonos a la cara, pero íbamos demasiado rápido para poder frenar, por lo que ocurrió lo inevitable.

Zoé gritó. Yo me tapé la cara. Mierda, se me había olvidado el cinturón de seguridad. ¿El viejo? Bueno, salió volando unos cuatro o cinco metros, frenado por la cuesta arriba, y cuando cayó al suelo la escopeta se disparó, y un sonoro disparo se perdió entre los pinos, espantando toda clase de aves.

Pasaron treinta segundos, lentos como un anuncio en televisión. Johnny Cash cantaba y Zoé sollozaba. Intenté salir de mi aturdimiento. Me bajé del coche, cogí el cuerpo inerte del viejo calvo que nos había atacado y lo cargué en la caja de la Ranger, saqué a Zoé del asiento del conductor, la abracé y la llevé al asiento del copiloto. Recogí la escopeta, y cambié el cartucho gastado por uno nuevo que el viejo llevaba en su chaleco, me senté al volante y coloqué la escopeta con el seguro puesto en el asiento trasero. La canción seguía sonando, así que bajé el estéreo y llamé a Joachim para que no se asustase al vernos aparecer. Al escucharme empezó a maldecir y a jurar como no le había oído nunca.

You’ll call to me but I’m gonna tell you: «Bye, bye, bye,»
When I turn around and walk away, you’ll cry, cry, cry.

Atardecía.

Al llegar, aparqué el coche al lado del otro, y le pedí a Jo ayuda con el cadáver, que depositamos en un lado del Suburban. Ya habían sacado todas las cosas, así que tan sólo teníamos que volver a colocarlas en la camioneta. Recogimos todo en silencio y nadie dijo nada, salvo las chicas, que intentaban consolar a Zoé, aún paralizada.

Con las matrículas cambiadas, la caja de carga de la Ranger cargada hasta arriba y el cadáver escondido en el maletero del Suburban, estábamos listos para marcharnos. Joachim arrancó el motor de la Ford y avanzó unos diez metros mientras yo intentaba arrancar en vano el Suburban. “Vamos cabrón, ¿por qué me haces esto ahora?” maldecía yo, pero un silbido de Jo me alertó, así que permanecí en silencio. Mierda, una sirena de policía se oía en la distancia.

-¡Jo! ¡Mierda tío, esto no arranca!-grité, mientras accionaba la apertura del capó y me asomaba-. ¡Mierda, mierda, mierda! -grité de nuevo. El motor llevaba un buen rato chorreando un líquido que yo desconocía qué podía ser y me quedé de piedra, porque la sirena se oía cada vez más cerca.

De repente, Jo salió de la Ranger y me gritó que fuese corriendo hacia el coche, y mi cuerpo así reaccionó.

Me crucé con Jo, que venía disparado hacia el Suburban.

-Sube al coche, yo me encargo -me dijo, y hasta que no me subí en el asiento trasero con Zoé y con Nico, no me di cuenta de que Jo llevaba la escopeta del viejo en la mano.

Empecé a gritarle que qué iba a hacer, pero la explosión ahogó mis gritos, junto a las sirenas de policía que nunca vimos llegar. Joachim había disparado contra el depósito lleno de gasolina del Suburban, volando por los aires todo rastro de nuestra presencia allí así como del abuelo homicida que casi nos pega un tiro. ¿No es paradójico que te hagan desaparecer con tu propio arma?

Mientas las chicas y yo observábamos hipnotizados los pedazos de hierro y plástico cayendo al suelo en llamas, Jo volvió corriendo al coche y rápidamente desaparecimos del lugar, abriéndonos paso por el camino de piedra que nos alejaba de la granja y diez kilómetros después nos incorporamos a la carretera y después a la autopista, llegamos a Sunshade Hills, donde en lugar de venderle el Suburban al tipo que Zoé conocía, volvimos a cambiar las matrículas de la Ranger por unas falsas, y la pintamos de color azul. En lugar de ganar quinientos dólares, perdimos trescientos cuarenta y siete con cincuenta, pero al menos pudimos pasar la noche escondidos y en una cama. Con todo, allí adonde íbamos no necesitábamos dinero, así que nos daba igual. Además, la seguridad era lo primero.

Despertamos antes de que saliese el sol del día siguiente, y con un café sin azúcar y un par de sándwiches, nos subimos a la Ranger. Las chicas estaban mucho más tranquilas, y Joachim y yo nos habíamos quedado despiertos casi toda la noche hablando con el dueño del taller, que se llamaba Ray, así que Zoé cogió el volante.

Por fin poníamos rumbo de verdad hacia nuestro futuro hogar.


Runaways II (1st act)

Amanecía.

Llevaba toda la noche conduciendo y era la única persona despierta en el Suburban, cuyo motor V8 ronroneaba como un león que juguetea con sus crías. No era rápido, pero aquella gigantesca máquina azul valía su peso en oro: Tenía un motor lo suficientemente potente como para llevar a siete pasajeros y sus respectivos equipajes. Como éramos solamente cinco, pudimos llenar el maletero hasta arriba sin problemas, y los doscientos diez caballos nos hacían volar a ciento cuarenta kilómetros por hora sin hacer ningún tipo de esfuerzo.

El único problema que tenía, al igual que cualquier otro coche americano, era el consumo de combustible: este pequeñín gastaba 15 litros cada cien kilómetros y la aguja se acercaba peligrosamente a la “E” de “Empty”, así que nada nos libraba de parar en la próxima gasolinera.

Aminoré al entrar en el desvío, desperté a los niños y paré delante del surtidor. Llené el depósito, pagué los ciento cuarenta litros de gasolina y cuando pasaba por delante del coche le dije a Joachim:

-Mantén el motor encendido, voy al servicio.

Proseguí mi camino con las manos en los bolsillos de mi Harrington negra por el lateral de la gasolinera, y al doblar la esquina un mal presentimiento invadió mi mente: Un Alfa Romeo 159 de la policía era el único ocupante del parking del recinto. Por suerte estaba vacío, así que decidí dejar de pensar en él y metí una moneda en el cerrojo de la puerta del servicio de caballeros.

Entré en el cuartillo, que constaba de un retrete sin tapadera, un lavabo y un dispensador de papel vacío, que a juzgar por la falta de papelera, hacía mucho que no se reponía.

Mientras vaciaba mi vejiga me puse a pensar en la ironía que suponía tener que pagar por llenar un depósito y tener que pagar por vaciar otro depósito. Terminé pensando: “menuda mierda, al final nos cobrarán por respirar”.

Me lavé las manos, maldije en voz baja por no tener con qué secarme y salí frotando las manos contra los bolsillos de la cazadora mientras miraba al suelo hasta que mi cuerpo se topó con algo pesado, que hizo que perdiera el equilibrio, teniendo que levantar los brazos para evitar caer al suelo.

Alcé la vista y ví al obstáculo, que resultó ser el policía que conducía el Alfa Romeo que había visto antes.

-Joder, chaval -me dijo-. Mira por dónde andas -le pedí disculpas y comencé a alejarme pero el gordo me llamó de nuevo, así que me giré. Señalando al suelo, el policía dijo:

-Chico, ¿es esto tuyo?

Metí las manos en los bolsillos de la Harrington y comprobé que efectivamente, la mariposa plateada que yacía semiabierta en el suelo era mía. Sentí cómo el tiempo se ralentizaba. Ese tipo de navajas están prohibidas y el hecho de tener una ya es motivo de denuncia, así que ese cabrón podía llevarme a comisaría si quería. Mi cuerpo reaccionó casi automáticamente:

Me abalancé sobre él levantando los brazos y rugiendo como un animal, como quien le da un susto a un niño pequeño. Sabía que me arriesgaba demasiado, pero no tuve tiempo para pensar en nada mejor, y funcionó: el tipo, acojonado, se echó hacia atrás, paralizado por el grito, así que salté hacia adelante y descargué mi puño derecho sobre su nariz. Dios, qué dura tenía la cara, el hijo de puta. La mano derecha me ardía, así que según caía hacia atrás, me di la vuelta, cogí la navaja con la mano izquierda y salí corriendo hacia el coche. Vi a Zoe que estaba saliendo de la parte trasera del coche, y le grité que se metiera dentro otra vez. Llegué y entré en el Suburban de un salto mientras mi corazón latía a como el doble bombo de una canción de heavy metal. Cerré detrás mío la puerta que Zoe había dejado abierta y azucé a Joachim, que quedó estupefacto al ver uno de mis nudillos en carne viva.

-Pero qué coj…-¡Vámonos, no hay tiempo!

El coche pegó un acelerón que nos hundió en los respaldos de nuestros asientos, y al incorporarme me di cuenta de que de la radio salían los primeros acordes de Hellfire, de la banda Airbourne. Cuando nos incorporamos a la autovía  Jo pegó un volantazo para esquivar a un tráiler de seis ejes que estuvo a punto de descarrilar y de echarnos de la carretera. La bocina del camión atronó durante dos segundos la autopista, y cuando ésta cesó, otro ruido aún peor, probablemente atraído por el primero, surgió detrás nuestro aumentando su volumen rápidamente: La sirena del Alfa Romeo aullaba amenazante cuando apenas llevábamos recorridos doscientos metros de autopista.

-¿Cómo nos ha alcanzado tan rápido? -gritó Nico.

-Ese coche lleva un motor de cincuenta caballos menos que el nuestro, pero pesa ochocientos kilos menos, así que acelera como la puñetera hormiga atómica -replicó Zoe-. No me mires así, muñequita, la mecánica es lo único que se me da bien.

¡Joachim! -llamé yo-. Va a ser imposible dejarle atrás!

-No me digas, y qué cojones has hecho para que nos esté persiguiendo? -se lo conté-. Vale… pues estamos jodidos.

Vi un desvío hacia algún lugar llamado “Terracota Ravines”, y antes de que le dijese a Jo que cogiese el desvío, ya había derrapado ligeramente para no tener que frenar, al tiempo que esquivaba a un pequeño todoterreno naranja que remolcaba una vieja caravana.

Joel O’Keeffe gritaba en nuestros oídos “Driving through hell just to get back home…” y el coche de policía se ponía a nuestra altura en la carretera, ahora desierta.

Sacó la pistola y disparó al retrovisor derecho, haciéndolo añicos. Las chicas gritaron.

-¡Os vais a cagar, niñatos! -gritó el policía, al tiempo que nos adelantaba para situarse justo delante de nosotros.

I’m in a Hellfire…”

Entrábamos en una zona de curvas y ví que el cartel que habíamos visto no engañaba: detrás de cada curva cerrada la tierra se terminaba, dando lugar a profundos barrancos. Un una sacudida del Suburban me sacó de mis pensamientos mientras oía maldecir a Joachim “¡Será hijo de puta! ¡Va a matarnos!” porque el poli había pegado un frenazo intentando que perdiésemos el control del coche. Volvimos a acelerar a la par con los consiguientes bufidos de ambos motores, que competían en una lucha encarnizada de revoluciones y explosiones, frenazos y posteriores acelerones y tras tres curvas bastante cerradas que Jo superó derrapando, nos acercábamos a una curva a la izquierda en la que la carretera se ensanchaba, el Suburban rugió y superábamos los ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. El Alfa Romeo se abrió para tomar la curva, y Joachim, en lugar de seguirle, siguió recto mientras me gritaba por encima de la música:

It’s better to die young…”

-¿Te importa que arañe el coche un poco? -me preguntó mientras pisaba el acelerador a fondo.

-¿Eh? -dije yo, sin entender la pregunta. -Jo, ¿qué cojones vas a hacer?

El coche de policía había ralentizado su marcha y tomaba la curva justo delante de nosotros. Jo iba a cometer una locura si hacía lo que yo creía que iba a hacer. Miré el velocímetro, ciento sesenta y dos kilómetros por hora, el motor no daba para más y cuando le miré a los ojos, me sonrió y me dijo:

-Prefiero no morir joven.

El Suburban se empotró contra el coche de policía, que arrancó el quitamiedos y salió volando, dando una vuelta de campana y cayendo por el barranco violentamente. El impacto y el tirón de freno de mano que Jo dio justo después de chocar, nos libraron de seguir al Alfa Romeo terraplén abajo, y muy probablemente de una muerte segura, ya que únicamente yo llevaba el cinturón de seguridad puesto.

Zoe y Nico estaban paralizadas, mientras que Océan gritaba todo tipo de barbaridades acerca de lo que habíamos hecho Joachim y yo.

-¡Cállate, Océan! -gritó Jo, que después se dirigió a mí.

-¿Qué hacemos, tío?

-Creo que lo mejor será que escondamos el coche y comprobemos si ese cabrón sigue vivo todavía.

Y así hicimos. Dejamos el Suburban detrás de una gran roca de granito y bajamos el terraplén andando, para no dejar huellas de neumático en los caminos de tierra que bajaban hasta el final del barranco.

El muy hijo de puta, estaba inconsciente, pero seguía vivo, gracias al cinturón de seguridad doble que tenía equipado su coche. Me había aproximado al siniestro antes que los demás, así que les pegué un grito avisándoles de la situación. Joachim me dijo que lo rematara ahí mismo, sin siquiera sacarlo del coche, y me pareció buena idea. Completé el trabajo que había dejado a medias en la gasolinera: con la bota izquierda le pegué una patada en la nariz, rompiéndole el tabique. Así perdería sangre rápidamente.

Apagué la radio para que fuese más difícil de rastrear y me despedí del futuro cadáver con un corte de manga, en cuya placa ponía un nombre como Lucas Milton o algo así. Volví con los demás.

-Estará muerto en media hora. -dije.

-Pues vámonos. Pero conduces tú, que es tu coche -dijo Joachim riéndose.

La parte delantera del Chevrolet estaba hundida unos veinte centímetros hacia dentro, como si un gigante le hubiese dado un puñetazo, pero todo seguía funcionando así que no había mayor problema. Encendí la radio y tras mirar un mapa de la zona que había en el coche patrulla, nos dirigimos hacia una pequeña granja a unos ocho kilómetros por la carretera de Terracota Ravines.

Menuda manera de dar los buenos días.


Runaways, III

Por fin lo habíamos conseguido: El sueño perfecto de nuestra adolescencia hecho realidad.

 

La casa era fantástica. Asentada sobre una base de piedra y ladrillo. Paredes y techo de madera de roble, dos habitaciones y un baño en cada ala, separadas por una sala de estar y una cocina del mismo tamaño. Simétrica, cuadrada y de tejado poco inclinado, con un porche en la parte delantera desde el cual podían observarse las secas praderas y el valle, por el que corría con dificultad y constancia un arroyuelo, que además, era de agua procedente de las montañas, por lo que teníamos suministro de agua potable asegurado.

 

Podríamos tener un huerto, lo cual nos permitiría ser autosuficientes en cuanto a comestibles vegetales. Teníamos un viejo rifle del calibre .22, con lo que podríamos cazar palomas, conejos e incluso algún cervatillo despistado que se aproximase lo suficiente a la casa. Éramos virtualmente independientes del resto del mundo, y la sensación era maravillosa.

 

¿Imagináis una comuna hippie, como en los años sesenta? Eso era lo que queríamos, y en ello lo convertimos. Era el paraíso. Andar en ropa interior todo el día no era la mejor manera de mantener la cabeza fría y no podíamos evitar dejar volar la imaginación cuando Océan aparecía tapando sus curvas únicamente con mi camiseta de los Pixies. Joachim maldecía cada vez que la veía aparecer.-Joder, tenías que tirarte tú a la francesita, ¿no? -Y nos reíamos. Sabíamos que la atmósfera en la que vivíamos invitaba a compartir momentos con cada persona, sin celos por parte de nadie, y eso nos aliviaba. Nada era como en la ciudad. No existían los celos, ni tampoco la envidia; la sexualidad era libre y por supuesto, todos confiábamos plenamente en los demás. Éramos cómplices desde que decidimos escapar de la civilización que tanto odiábamos. Cada uno teníamos un pedazo del infierno viviendo en alguno de esos rascacielos, algo que nos hacía huir y buscar refugio en almas atormentadas similares a las nuestras. Esos traumas culturales nos habían dejado una tara a cada uno:

 

Océan padecía un terrible insomnio, lo cual al principio estaba bien, pero después de pasar tres o cuatro noches follando sin parar, yo necesitaba algo más que una siesta de dos horas para afrontar el día sin parecer un zombie salido de La Noche de los Muertos Vivientes.

 

Zoe, pese a que su figura se empeñaba en decir lo contrario, comía a todas horas. Este pequeño pozo sin fondo de metro cincuenta y cinco hacía una media de siete comidas diarias, y siempre le gastábamos bromas diciéndole: “¡Pero si no te cunde nada!”. Ella lo achacaba al estrés, pero realmente no puedes sufrir mucho estrés en mitad de ninguna parte, mientras inviertes tu tiempo en hacer lo que te da la gana. Era un estrés residual provocado por su padre, que durante veintiún años le había hecho la vida imposible.

 

Joachim bromeaba con su adicción al tabaco. “Todos fumáis”, decía entre risas, acusándonos de fumarnos su tabaco, pero no tenía excusa, ya que lo único que nos fumábamos era su hierba (que no niego que fuese una putada, pero éramos cinco y él era el único que fumaba tabaco). No sabíamos qué haría cuando se le acabase el tabaco, aunque nosotros rezábamos por que no fumase marihuana al mismo ritmo que el tabaco, porque aunque teníamos una buena plantación, no estaría lista hasta el principio del otoño.

 

Por último, Nico. Debido a su extraña belleza centroeuropea, había sido perseguida y acosada por doquier, lo que le había causado un trastorno paranoide. Trabajaba en una cafetería y sentía que iba a encontrar peligros al doblar cada esquina de camino al trabajo, pero el verdadero peligro no estaba en ninguna esquina, sino al llegar a aquella mugrienta barra, en la que su jefe no perdía oportunidad para meterle mano cada vez que servía una cerveza.

El muy cerdo se aprovechaba de que Nico no tuviese papeles para desempeñar su “obra de caridad”: Le pagaba una miseria por turnos de camarera de doce horas, llevando una falda que no llegaba a las rodillas y una camisa abierta hasta el ombligo. La verdad, lo único que fui capaz de pensar cuando le vi desplomado sobre su escritorio con un hacha dividiendo su cráneo en dos, fue que el puto diablo se lo merecía. Pobre Nico, lo que había sufrido por este malnacido. Me llamó llorando, histérica. Ni siquiera escondimos el cadáver. Levanté a la chica del suelo, la abracé, y salimos por la puerta de atrás. Entramos en el viejo Chevrolet Suburban y le dije que se tranquilizase, que todo iba a estar bien. Me dijo que cómo podía estar tan seguro, que había matado a un hombre, que no quería ir a la cárcel, que no tenía papeles, que la iban a deportar, y un montón de gilipolleces más. Cuando terminó de vomitar aquella verborrea histérica le dije que no iba a ir a la cárcel, porque yo tenía un plan, así que fuimos a por los demás.