Investigaciones sobre la especie humana: Prólogo

¿Qué puedo decir de la especie humana? ¿Qué los define? Es difícil empezar, ya que hay infinidad de individuos, y no todos son iguales, así que intentaré explicar a continuación, qué características generales tienen, y por qué.

La especie humana, en general, está consistida por animales extremadamente simples, que sin embargo, acaban desarrollando comportamientos impredecibles y a priori caóticos y absurdos. El animal humano posee una visión extraña de sí mismo y de lo que le rodea, y sus motivaciones, aunque generalmente materialistas y gregarias, esconden a menudo retorcidos deseos y creencias ocultas a simple vista.

Cuando llegué a la Tierra, su planeta, descubrí con sorpresa que la mayoría de la población habita separada del resto de especies vivas en gigantescas estructuras artificiales llamadas ciudades. En las ciudades, todo está diseñado para aislar a los individuos: La tierra se recubre de cemento y alquitrán, añadiendo algunas especies vegetales de valor ornamental, y desde el suelo se alzan innumerables construcciones que parecieran querer llegar al cielo.

Cada individuo o grupo de individuos suele poseer un habitáculo de tamaño variable, y suele desempeñar la mayoría de sus ocupaciones en espacios cerrados dentro de dichas estructuras. Los medios de desplazamiento son también de características similares: vehículos de diversos tamaños y formas, terrestres, acuáticos o aéreos, que suelen estar compartimentados y divididos en secciones enfocadas ya sea hacia la convivencia de la población o para la explotación de los recursos del planeta.

Ese es otro aspecto curioso de los seres humanos: Explotan sin ningún escrúpulo todo lo que esté a su alcance en su propio beneficio, pero de forma ordenada: En la Tierra, todo está organizado y dividido, y lo que aún permanece virgen, caótico, o natural, es rechazado hasta que, como dicen los humanos, se “civiliza”.

Al no entender muy bien esto de la civilización, investigué y pregunté a algunos humanos que se dedicaban al estudio de las cosas, y se me explicó que allí, todos los animales viven y actúan por algo llamado instinto de supervivencia, y que desde su origen, el ser humano había luchado contra el resto de especies animales y contra el propio planeta para sobrevivir. Después de mucho tiempo y habiendo salido victorioso, el ser humano controlaba la Tierra a voluntad.

“Entonces, ¿por qué fabricáis armas y tenéis ejércitos?” pregunté.

“Para defendernos de nuestros enemigos” me dijeron.

Y cuando entendí lo que me querían decir, me quedé de piedra. ¡Se mataban unos a otros! Esto me pareció aberrante. Podía entender que la especie humana hubiera tenido que luchar por sobrevivir. Al fin y al cabo, la Tierra es un planeta rico en especies animales y vegetales, y algunas de ellas son verdaderamente peligrosas. Además, el planeta experimenta grandes oscilaciones térmicas en cada ciclo estelar, o como ellos lo llaman, cada año. Pero cuando visité la Tierra, el ser humano estaba perfectamente dotado de la tecnología necesaria para asegurar su supervivencia por encima de otras especies animales o las inclemencias del tiempo. Así que, ¿qué temían? Volví a preguntar, y esta vez, unos expertos llamados historiadores, me contaron que desde las primeras civilizaciones, cada ser humano estaba condicionado por las circunstancias en las que nacía. Desde el adulto dentro del que cada individuo se gestaba hasta el lugar del planeta en el que crecía y vivía afectaban a su comportamiento, pero, por norma general, la conducta de los seres humanos siempre se ha regido por ese instinto de supervivencia que les lleva a abrazar lo conocido, como su familia o su raza, y a rechazar lo desconocido, incluyendo otros grupos de seres humanos, ya sea por sus comportamientos, creencias o su aspecto físico.

Tras entender el alcance de esto que llamaban instinto de supervivencia, comprendí el porqué de muchas cosas, ya que todas ellas eran símbolo de una necesidad de control, de contención, de unos límites que vistos desde fuera parecen casi perjudiciales, pero, ¿quién soy yo para juzgar? El instinto de supervivencia activa una vigilancia continua y un miedo a lo desconocido que para los seres humanos es casi insoportable, y sienten algo terrible que ellos llaman miedo, así que si alguna vez conocéis a un humano, comprobaréis efectivamente que se trata de criaturas obsesionadas con la clasificación y la organización de todo aquello que les rodea, ya que, si no, no descansarán tranquilos.

Por ejemplo, toda la superficie de la tierra está repartida en territorios que ellos llaman países, los países en provincias y las provincias en un sinfín de nomenclaturas que dependen de cada país. En cada país suele haber un líder o grupo de líderes que gobiernan en función de sus creencias de gobierno, llamadas ideologías. Dentro de cada una de estas divisiones del terreno, existen unos preceptos que ellos llaman leyes y normas. Las leyes son un código de comportamiento esperado por parte de los individuos que se hallan en un país, y las normas, son también códigos comportamentales, pero aplicados a entornos más pequeños como comunidades, lugares destinados a alguna actividad más o menos concreta, o incluso dentro de las ciudades.

Existen dos cosas que los humanos rechazan: Lo diferente y lo disfuncional.

“Lo diferente” como he dicho anteriormente, abarca desde individuos de otras especies hasta otros seres humanos. Y es curioso, porque lejos de buscar puntos en común entre ellos, los seres humanos suelen enfatizar las diferencias existentes y tienden a imponer sus ideas por encima de las del resto. Los seres humanos tienden a paliar el miedo que les produce esa necesidad de contención mediante ideas ciertamente extrañas, como por ejemplo, creencias de que diversos seres superiores con conciencia similar a la humana rigen sus vidas. Los llaman dioses. Cada civilización tiene uno o más dioses a los que rinden culto, y pese a no haber ninguna evidencia real sobre la existencia de los dioses, seguir un culto u otro, es motivo de conflicto en casi cualquier lugar del planeta. De hecho, incluso dentro de la misma civilización, muchos humanos rechazarán a aquel que no crea en la misma deidad que él, y sin embargo, los pocos que creen en nosotros, los que venimos de otros planetas, son tomados por locos. En definitiva, estas ideas creencias, junto a las ya mencionadas ideologías, tienen tal importancia para los humanos que un individuo nunca dudará a la hora de tratar de imponer su opinión al resto.

En cuanto a lo disfuncional, por otra parte, me refiero a aquellos individuos humanos que, por una u otra razón, no son capaces de vivir en la civilización. Algunos son disfuncionales por haber transgredido leyes importantes, y otros por sufrir enfermedades graves que afectan a su comportamiento. De cualquier manera, ambos tipos de sujetos suelen ser confinados a instituciones específicas durante períodos de tiempo que dependen de cómo de problemáticos sean para su país, o incluso, en casos muy extremos pueden ser sacrificados.

Sin embargo, pese a tratarse de una especie en normalmente belicosa, violenta e ingenua, la especie humana cuenta con un gran número de seres que se separa de la normatividad. Se trata de individuos excepcionales que han liberado de la esclavitud de sus instintos más primarios, y tratan de romper con todos estos comportamientos irracionales.

Existen individuos que cuidan y protegen a los débiles y a los desfavorecidos, sin importarles que sean diferentes a ellos. Existen también seres que investigan cómo postergar la muerte, o sin ir más lejos, cómo mejorar la vida de los demás, además de la suya propia. Existen individuos dedicados a preservar las zonas del planeta de las que aún no se han apropiado los más poderosos y también reparar el daño que las civilizaciones causan de forma inconsciente y temeraria en el planeta.

Otros, curiosamente, invierten sus vidas en estudiarse a sí mismos, a estudiar su planeta y el espacio, buscando evolucionar y desarrollarse más allá de lo conocido. Todos éstos hacen que la especie humana sea aún más interesante si cabe, ya que pese a que los humanos parezcan avocados al fracaso y la extinción, estos sujetos arrojan un poco de luz en el oscuro futuro de su especie. Aunque el ser humano destruya y corrompa todo lo que tiene a su alcance, gracias a estos individuos, aún hay esperanza. 


El día de la raza y los apátridas

“En 1492 los indios descubrieron que eran indios” – E. Galeano

Hace algunos días, una compañera de clase me deseó “Feliz puente y feliz día de la Hispanidad”, y cuando le dije que no se trataba de una fecha feliz, me miró extrañada. Como si estuviese loco.

Hoy es doce de octubre, fiesta nacional. Se celebra el día de la Hispanidad, o como se conoció hasta 1926, El día de la raza. El doce de octubre de 1492, Cristobal Colón llega a América, siendo un hecho tan importante que marca el inicio de la Edad Moderna. Podríamos decir incluso que se establecen los pródromos de lo que hoy en día conocemos como globalización. Además, en los primeros días de ese mismo año, los Reyes Católicos derrotan a los árabes que quedan, y Granada pasa a formar parte de la Corona de Castilla, poniendo fin a más de setecientos años de Reconquista. No contentos con haber expulsado a los árabes de la península, los Reyes Católicos decidieron además perseguir y expulsar a todos los judíos, que llevaban varias generaciones en la península, y frotándose las manos por las noticias que trajo Colón, Castilla se embarca en la conquista de un continente virgen, lleno de riquezas que pronto llenarían sus arcas. En menos de un siglo, nos veríamos convertidos en todo aquello que habíamos odiado durante casi mil años.

El doce de octubre de cada año, se celebra la transformación de víctima en agresor. Se celebra la evolución de conquistados a conquistadores. O mejor dicho, a saqueadores y asesinos. La codicia  y la falta de escrúpulos hecha realidad. Porque los libros de historia de los colegios siempre nos dirán que fuimos colonizadores, pero después de la llegada de las primeras expediciones a América, no quedó ni un asentamiento nativo en pie. Los colonos sometieron a los indígenas al yugo de la esclavitud y a una evangelización forzosa. Creyéndonos con la potestad de decir qué dios es válido, y a llevarnos todo su oro a casa por el simple hecho de que los primeros en llegar habíamos sido nosotros y no ellos. Llegamos, saqueamos, asesinamos, esclavizamos y contaminamos sus tierras con epidemias que mermaron la población local a la décima parte. Y cuando no quedó nada que robar, y se alzaron en nuestra contra, nos fuimos. Esta es la grandeza de la Civilización.

Un país no es nada sin un idioma, y nos enorgullecemos también de que el Castellano es la tercera lengua más hablada del planeta, pero se nos olvida que este hito es el resultado directo de un genocidio imperialista que además favoreció el florecimiento de una esclavitud que duró siglos. Y hoy, doce de octubre, las Fuerzas Armadas desfilarán delante del Rey, del Capitán General de todos los ejércitos, para celebrar la victoria de la fuerza bruta y la violencia, para regodearse en la gloria de haber sometido a innumerables pueblos inocentes.

Tras explicar lo que realmente significa este día, espero que el lector entienda ahora por qué no quiero celebra nada, porque no creo que haya nada que celebrar. Si ser español es celebrar la consumación de lo más vil de lo que es capaz la especie humana, no quiero formar parte de ello. Nací en Madrid hace veintidós años, pero no me siento español. Me sentiría español si de verdad tuviera motivos para sentirme orgulloso de ello. Y no, no me vale el fútbol.

Vivimos en un país en el que el premio nacional de tauromaquia tiene un valor superior al premio nacional de poesía. La destrucción tiene mejor aceptación que la creación. Un país democrático y aconfesional, en el que sin embargo, la religión es materia obligatoria, y la fe, contenido evaluable; la nobleza y la Iglesia Católica están por encima de la ley y son beneficiadas por el gobierno. Un país en el que se mantiene una monarquía sin función alguna más allá de viajar y “representar a España” diplomáticamente. Tenemos un representante que no dirige, que no gobierna, que no toma decisiones.

Además, se obvia la importancia de la enseñanza y se precariza. La música, la filosofía y la educación plástica desaparecen de los currículos escolares que cada vez parecen más enfocados a educar masas de clones obedientes y sin ideales propios, sin espíritu crítico. La creatividad se ignora o incluso se penaliza por ser diferente de la norma, y se premia la obediencia y la repetición literal de lo que dictan los libros de texto. Y eso, estimado lector, en un país no tercermundista se llama adoctrinamiento. Pero claro, hay quien dice que España es uno de los países más civilizados de África.

En este país, la cultura está considerada artículo de lujo, y cuesta más ir al cine o comprar un libro que una botella de alcohol. La televisión alcanza sus mayores índices de audiencia cuando se emiten reality shows o partidos de fútbol, y los estadios se llenan mientras los teatros quiebran y acaban siendo vendidos y reconvertidos en centros comerciales. En este país, tienes que pagar al Estado si quieres utilizar la energía del Sol.

No quiero formar parte de algo así. No cuando cuarenta y seis millones y medio de personas permiten que se pisotee a los necesitados, se abandone a los jóvenes que luchan por crecer o que se multe a alguien que mendiga porque no tiene para comer. No me siento español, y me duele decirlo, porque he nacido y crecido aquí, pero sin embargo hay infinidad de cosas que me han formado tal y como soy, y me siento de ellas.

Me siento de mi padre y de mi madre, que me han enseñado a amar la vida y a querer sacar la mejor versión de mí mismo. Me siento de mis amigos, con los cuales comparto mis mejores y mis peores días. Me siento de mi ciudad, porque aunque tantos gobiernos hayan intentado envenenarla, siempre tiene algo que me sorprende, algo que merece la pena. Me siento de sus museos, de sus restaurantes, de sus parques y de sus calles. Me siento de los túneles de metro, y de las nubes de su cielo. Me siento de personas que creyeron en el arte, en la ciencia, en la justicia, en la libertad y en un futuro mejor. Me siento de Cervantes, de Calderón y de Lorca. De Velázquez, de Goya, de Dalí. Me siento de Picasso y de Gaudí. Me siento de Ortega y Gasset. Me siento de Ramón y Cajal. Me siento de Echegaray, de Benavente. Me siento de Aleixandre. Me siento de Buñuel, de Cuerda, de Berlanga. ¡Qué digo! Me siento hasta de Séneca, que antes que de Roma, fue de Córdoba. Me siento antes de Azaña, que de los Austrias o de los Borbones. En definitiva, me siento parte de lo que considero importante, no de conceptos arbitrarios que sólo llevan a rechazar a los que son diferentes, porque me siento más unido a personas que nacieron lejos, pero que son como yo, que a los toros, el fútbol, las procesiones o el ensalzamiento de un genocidio.

No me siento español, ni de España; me siento de la vida. Me siento humano.


Novedades: Pineal Magazine, y lo que viene

Hola a todos y todas.

Este post no es literatura. Es un aviso de lo que he estado haciendo últimamente, incluyendo los motivos de por qué he tenido tan abandonado el blog.

Desde marzo-mayo, he estado trabajando en un proyecto de Fanzine-Magazine puramente artístico con varios artistas de disciplinas muy diversas (desde ilustración y collage hasta fotografía o poesía), y volcando en él el poco tiempo que he tenido para escribir. El proyecto en cuestión se llama PINEAL MAGAZINE, y espero que todos o casi todos le hayáis echado un vistazo a algún número. Se trata de una publicación mensual, generalmente programada para el día 13 de cada mes. Suelo publicar entre dos y tres textos, y actualmente dirijo el proyecto junto a otras dos amigas mías, Melanie y Marjan.

De todas maneras, una vez a la semana postearé aquí el contenido que he ido publicando en números anteriores de la revista, para que podáis recibirlo de forma más o menos periódica.

Además, os dejo aquí abajo los links para que podáis leer todos los números íntegramente.

Por último, antes de despedirme quiero deciros que intentaré encontrar tiempo para dedicarme más a menudo al blog, ya no sólo en contenido de Pineal, sino para publicar varios relatos más largos en los que estoy trabajando, cuyo formato no se adecúa a la brevedad que requiere la revista en sí.

Como siempre, gracias por leerme y hacerme llegar vuestras críticas y comentarios,

pero sobre todo: Gracias por leer.

Kate

LINKS DE INTERÉS:

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Twitter: https://twitter.com/pinealmagazine / @PinealMagazine


Autobiografías breves IV: Abandono

Junio. El fragor de una batalla interior me revuelve el estómago.

Una guerra civil me destroza; nos destroza. Dos bandos llenos de incertidumbre luchan, no para ganar, sino para perder menos que el otro. Unos luchan por quedarse, por descubrir qué será del futuro, por construir un mundo mejor, pero los otros, aterrorizados, luchan por escapar, por huir antes de ser abandonados, antes de que sea demasiado tarde. Al final, un bando seimpondrá al otro,  pero no habrá una victoria válida si al final resulta que los vencidos eran los que estaban en lo cierto. Yo, a lo lejos, observo. 


Vejez instantánea

Una noche cualquiera, me sucedió algo que no sabría describir. Fue desagradable pero curioso, casi hipnótico. Conversaba con un grupo de conocidos sobre esto y aquello, cosas que no recuerdo, el típico chitchat que se desencadena en cualquier momento de la fase desinhibitoria del alcohol, y mientras le daba un trago a la enésima cerveza, miré a una chica que estaba en el grupo, que oscilaba cada minuto entre el llanto y la risa. No era la típica fase depresiva de una borrachera, sino que de repente, se le saltaban las lágrimas y comenzaba a gimotear, como si la tristeza la pillase desprevenida cada vez que volvía a sonreír.

Tenía ojeras y el maquillaje corrido, y de repente, pude ver cómo su rostro envejecía veinte años, hasta casi doblar su edad. Ya no era una chica, era una señora. Una señora de supermercado, una señora de las que pasean a sus dos yorkshire malcriados que le ladran a todo, de aquellas que te miran mal por bajar a comprar el pan un domingo sin haberte duchado antes. El pelo antes largo y rubio, ahora quemado con tintes baratos de peluquería de barrio. La cara llena de arrugas, la piel cayendo en colgajos, presa de una gravedad implacable, los dientes manchados por décadas de nubes de humo, los labios fruncidos en una mueca de disgusto y los ojos hundidos en bolsas llenas de eterno insomnio; tristes y preocupados, como los ojos de un galgo maltratado.

No podía dejar de contemplarla: era como un monumento arruinado por el viento de los años y carcomido por la lluvia ácida, y de verdad, sentí una mezcla de repugnancia y tristeza. Había perdido todo su atractivo en un momento, y de golpe, me imaginé sumido en mi propia vejez. ¿Qué sería de mí dentro de veinte, treinta o cuarenta años? Me aterró la idea de envejecer, de despertar un día siendo incapaz de moverme sin renquear, sin dolerme por algo. Siempre pensé que el dolor físico no era tan grave como aquellos dolores que consiguen paralizar un cuerpo sano, y de esos había tenido a puñados, pero ¿qué sería de mí cuando mi cuerpo dejase de obedecerme, de funcionar? Supongo que nada nuevo. Todas las personas, las de mi alrededor y las de más allá, envejecen cada segundo, y no pasa nada: sólo pasa, sólo ocurre, y ya está. Yo no era especial, y acabaría muerto antes o después, así que decidí no alarmarme más si a alguien se le ocurría envejecer delante de mí.


[…]

“¿Tú has visto alguna vez una montaña de heroína blanca, y andar haciendo bolsitas con ella?” me preguntó. Por supuesto, le dije que no. Yo no había nacido cuando ocurrió aquello, cuando los amigos del hombre con el que estaba hablando se corrían mil veces antes de caer víctimas de la sobredosis, el mono o las deudas. “La heroína es lo mejor que he probado, y no hay droga que no haya conocido. Te lo da todo: todo lo que puedas desear en ese momento, todo lo que deseaste y todo lo que en algún momento podrías llegar a desear. Pero claro, eran tiempos de esnifar, vomitar, y luego follar.” y nos reíamos, pero yo no estaba conversando con un hombre. Conversaba con las ruinas de algo que fue, con un alma cansada que arrastraba un cuerpo sacrificado por edenes instantáneos e infiernos implacables. Y sentí verdadera pena, porque el azúcar que nos llamaba desde las sombras podía dejarnos solos en un abrir y cerrar de ojos; ya me lo había contado mi nuevo amigo, que pensaba terminar la noche en un poblado de chabolas para pillar el pico de la noche, porque ya le estaba dando el tembleque.

Mientras apurábamos el cigarrillo, conseguí convencerle de que volviéramos al bar a tomar la penúltima. Con un poco de suerte, para cuando saliese el sol él ya se habría gastado todo el dinero en alcohol.


Autobiografías breves III: Días y días

Qué caprichoso es el cuerpo, que cada día explota por donde quiere: Un día tu corazón bulle de felicidad, de ganas, y sin embargo una mala noche te mata el cerebro, las piernas no responden y te encuentras como un Atlas tullido, intentando no ser aplastado por el peso de un mundo lleno de fracasos.

Un día estás pletórico, frenético, mágico, enamorado de la vida y de lo que has conseguido, y sin embargo, al día siguiente no ves más allá del primer bache que encuentras, y sólo existe la tragedia, fraguándose como un cuchillo de acero frío que te atravesará el pecho en cuanto te distraigas. Un buen día echas de menos, pero es incluso agradable: sientes que alguien no está, pero te consuelas con aquello que te dio. Un día malo, los recuerdos están llenos de veneno, y la carencia y la soledad te pudren por dentro: sientes que no puedes, que te vas a volver a estrellar contra un muro que tú solo has ido construyendo poco a poco, y piensas: ¿Qué me pasa? ¿Qué coño hago? ¿Por qué no encuentro consuelo en nada? Tengo una habitación repleta de folios escritos, como si fuesen recetas médicas, o fórmulas mágicas, y aunque las lea y las relea, no me valen para nada: son placebos de épocas pasadas. Antes me pasaba los días siendo o un perro perdido, otros siendo un lobo solitario, entre la indefensión y la rabia, pero no quiero volver ahí. No quiero estar solo. Quiero compartir mis logros, pedir ayuda, preocuparme por cosas reales, y encontrar cobijo en alguna parte, pero no sé cómo hacerlo.

Hay días para verse llenos de capacidades, y días en los que sólo ves oportunidades perdidas.

Necesito algo que ya no puedo tener, y no tiene sustituto real, no un sustituto completo, nada que cubra todo el vacío que siento.

Nota para alguien que jamás leerá esto: Joder, no sabes cuánto te echo de menos.


Autobiografías breves, II

Diría que odio los hospitales, pero no sería verdad. No es odio, es extrañeza, cosa del pasado. Como cuando me encuentro con alguien que solía ser cercano a mí pero al cual perdí la pista hace tiempo.

Supongo que me acostumbré a pasar horas y horas en ellos, y que de repente dejaron de significar nada para mí.

Antes, solía pasar mis tardes  en salas de espera abarrotadas, rodeado de desconocidos increpándome por ocupar un asiento que no me correspondía. Pero, ¿qué iba a hacer yo? Sólo era un acompañante, un espectador, un elemento interactivo de atrezzo en el que cientos de almas que se derrumbaban, descargaban  rabiosamente su dolor, enfadándose conmigo por ser el único de aquella sala que aún no se estaba muriendo. Un puto niño que no entendía nada. Un niño, pero además, un niño con pelo. Eso era: desentonaba con el resto del paisaje; como un árbol de hoja perenne en pleno invierno, siendo la envidia del resto sin siquiera pretender serlo. Mi presencia era dolorosa para el resto, pero no podía hacer nada, ni siquiera marcharme: Mi función era permanecer allí, y recibir esas miradas furiosas como un pelotón de fusilamiento que ejecuta a un reo que desconoce su delito, hasta que llegase el final de la quimioterapia, y la ambulancia nos dejase de nuevo en casa.


Autobiografías Breves, I

Era el penúltimo día del último cuatrimestre del que debería ser el último pero sin embargo es el penúltimo año de universidad, y acabada la última clase de Psicopatología Clínica, yo me precipitaba hacia la nada con parsimonia.

Crucé el puente de metal hacia la estación de tren, zarandeado por ráfagas de un viento nervioso, probablemente tan perdido como yo, mientras decenas de coches amenazaban con rematar mi caída en el caso de que mi cuerpo decidiera perder el equilibrio.

Bajé la cuestita pavimentada de adoquines rojos, ya rosas por el desgaste del clima y las multitudes que los pisoteaban un par de veces al día, y observé a tres soldados, sin armas, que charlaban animadamente sentados sobre la hierba, mientras sus Land Rover esperaban inertes, como caballos de cera, al fin del minuto ocioso. Me cayeron simpáticos, y uno me dirigió la mirada, pero decidí no saludarlos, puesto que me repugna su oficio.

Pensé entonces que sólo me haría soldado si hiciera falta luchar contra un mal que amenazase a la humanidad entera, y sin embargo, otro requisito sería disponer de varias vidas, para aprovechar por lo menos alguna. (Todos sabemos que la duración media de un soldado raso cuando se lucha contra una gran fuerza  nunca supera los treinta segundos; nos lo ha dicho el cine).

Unos pasos más adelante, se me ocurrió entonces que sería muy interesante tener el número de vidas que quisiéramos, y acumular conocimientos infinitos adquiridos en infinitas vidas. Qué narcisismo tan básico, ¿no? Solicitar humildemente omnipotencia para elegir qué hacer, y conseguir conocer todos los aspectos de todas las vidas posibles, aprehendiendo cada momento: Desde ser el presidente de una gran nación hasta un heroinómano pereciendo en la más absoluta y sidosa de las miserias, desentrañando los pros and cons de cada decisión tomada una y mil veces, en todas las circunstancias posibles, hasta conseguir vivir una vida perfecta, un hit combo incesante de éxitos y aciertos sin más trucos que el simple hecho de ser un experto en cada materia a base de ensayar en un entorno natural.

Como buen psicólogo, me gusta llenar mi cabeza de debates y divagaciones  sobre  otras personas, otras circunstancias, otros seres, otras vidas, mientras la mía se desboca y enloquece por pura negligencia. Consejitos vendo, pero para mí, no tengo.

Una ráfaga furiosa me sacó de todo esto, y cuando por fin llegaba a la pasarela para cruzar al andén de vuelta a casa, vi cientos de soldados, rodeados de decenas de todoterrenos, tanquetas, tanques, piezas de artillería autopropulsada, y vehículos de reconocimiento, disparando todo su arsenal hacia enemigos que o bien no existían, o yo era incapaz de percibir.

Me debía varios días de sueño acumulado, y me sentí extrañado, confuso; pero también acompañado. Al parecer, no era el único que se preparaba para la guerra.


Cuarenta de fiebre y extraños

En estas noches de fiebres, me alejo un poco más de lo cuerdo,

mi mente se llena de recuerdos y situaciones que nunca he vivido.

¿Es esto el delirio? Sólo sé que estoy despierto,

intento concentrarme en mi respiración,

pero en seguida me pierdo.

Otra vez, encarnando a miles de desconocidos que no saben qué hacer con sus ropas de cama –¿Una sábana? ¿Nada más? Mejor ponle también una manta. Así, perfecto –. Qué lástima que el siguiente no vaya a estar a gusto con lo que le tapa. Vuelta a empezar.

Intentaría ponerles de acuerdo, ya que la temperatura no varía, pero cuando uno llega, el anterior ya ha desaparecido.

Además, tampoco sé cuántos quedan.