Archivo mensual: marzo 2015

Cuarenta de fiebre y extraños

En estas noches de fiebres, me alejo un poco más de lo cuerdo,

mi mente se llena de recuerdos y situaciones que nunca he vivido.

¿Es esto el delirio? Sólo sé que estoy despierto,

intento concentrarme en mi respiración,

pero en seguida me pierdo.

Otra vez, encarnando a miles de desconocidos que no saben qué hacer con sus ropas de cama –¿Una sábana? ¿Nada más? Mejor ponle también una manta. Así, perfecto –. Qué lástima que el siguiente no vaya a estar a gusto con lo que le tapa. Vuelta a empezar.

Intentaría ponerles de acuerdo, ya que la temperatura no varía, pero cuando uno llega, el anterior ya ha desaparecido.

Además, tampoco sé cuántos quedan.


Lunes – «The Fault Line»

Los lunes me despierta un hombre agresivo. Enfadado conmigo. Alguien que no soy yo. Los lunes me pesa todo (aún) más, y la condición humana me aplasta como un camión de cinco ejes. Algo mete su mano dentro de mi pecho, atravesando mis costillas y como abriéndome en canal, estruja mis pulmones, impidiéndome respirar correctamente. Los lunes me pierdo durante media hora entre los pensamientos que pululan por mi cabeza, y cuando vuelvo a ser consciente, sólo han transcurrido cinco minutos en la vida real.

Los lunes, me marea el hecho de pensar que todavía me quedan por vivir varias decenas de años. Y no me lo creo. Se me antoja imposible durar tanto tiempo en el mundo, y vivo enfadado con quienquiera que me obligase a nacer. A vivir.

Antes, hace tiempo, cada lunes me mordía las uñas. Pensaba en el fin de semana, y me ponía nervioso al darme cuenta de que tenía que soportar cinco días hasta el próximo. Ciento veintisiete horas. Siete mil doscientos minutos. Un puto abismo hasta la próxima desconexión. Ahora no: ahora los fines de semana también son un impedimento. Un estorbo. No arreglan nada, pues desconectar completamente cada cinco días es completamente inútil si cada lunes te estampas a doscientos por hora contra el muro de las obligaciones.

El otro día me sorprendí en mitad de algo que creí que nunca me pasaría: Me hallé, de repente, contemplando los beneficios de un suicidio rápido e indoloro. No se asuste el lector, una cosa es divagar sobre los pros and cons del suicidio y otra muy diferente –y por supuesto, mucho más preocupante– el meditar temperalmentalmente sobre la posibilidad de llevar a cabo un proyecto suicida. Meh. Era una salida demasiado fácil, a decir verdad: Toda la incertidumbre que abruma mis días se desvanecería, y no quedaría nada malo. Por supuesto, tampoco habría nada bueno, o eso quiero creer. Pero eso no entra aquí, no vamos a debatir qué hay después. Sería un foro inocuo, un campo estéril lleno de sandeces e improperios pseudoespiritualistas que no nos llevarían a ningún lado, y me importa una puta mierda lo que venga después. Lo que me preocupa es el viaje, no el destino.

Los lunes son para sentirte idiota; para pensar en cada momento “¿Qué coño estoy haciendo con mi vida?” y para intentar poner en orden todo lo que nos rodea, general e irremediablemente, sin éxito.

Por lo tanto, los lunes son para posponer cosas. Empezando por pulsar penosamente una, dos, tres o cien veces  el botón de snooze del despertador, que debe estar preocupadísimo, como pensando “¿Otra vez? ¡Pero tío, que así nunca vas a llegar pronto!”, y siguiendo, a continuación, por hacer una lista de todas las cosas pendientes que hoy tampoco nos dará tiempo a hacer. Nunca podremos ponernos al día con la vida: es una batalla perdida en la que luchamos cargando con el peso de nuestras responsabilidades, y además, con las ajenas. Los lunes son esa enfermedad mental que nos ha causado vivir para producir, implacable y recidivante, intrusiva y agotadora, que no podemos quitarnos de encima.

Los lunes son, y eso es lo que más jode.