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Sangre; barro.

Mierda. Está muerta. Me tumbo en el suelo del sótano y respiro hondo. Muerta. Muerta. Muerta. Jodidamente muerta. Seca. Fiambre. Como quieras decirlo. Mi mano derecha se moja con algJODER, SANGRE. ES PUTA SANGRE. QUÉ ASCO. NO PUEDO VER LA PUTA SANGRE. ESTÁ CHORREANDO SANGRE. Mi vista se nubla y caigo inconsciente al suelo.

Cuando me despierto vuelvo a ver sangre.  Joder, maldita sangre, ¿por qué tendrá ese puto color? Es tan intenso… De repente no la encuentro tan desagradable. En realidad tiene un color bastante bonito. Ese rojo intenso… es como el vino. Fantástico. Me gusta el vino, ¿por qué no iba a gustarme la sangre? Ahora todo tiene sentido. Estúpida y sensual sangre. Me fijo en el cuerpo inerte de Anna Molly, y en la sangre sigue manando de su cráneo como si se tratase de una multitud huyendo de un edificio en llamas. Es una imagen encantadora. Hay que ver, lo que gritaba esta chiquilla, y ahora guarda silencio como si le pagasen por ello.

Noto todo lo que fluye por mi cabeza y la sacudo, asustado. Estábamos prometidos. ¿POR QUÉ LO HE HECHO? La verdad es que yo no quería vivir con ella, así que cuando comenzó la tormenta y nos escondimos en el sótano de la hacienda, lo vi claro. No podía aguantar más de media hora con ella, ¿cómo iba a aguantar varios días compartiendo comida y los ocho metros cuadrados que medía aquel cubículo? Se puso a gritar como poseída por el diablo, y claro, enloquecí. Comencé a gritar yo también, por encima de los truenos y de los gritos de mi estúpida prometida. CÁLLATE, ZORRA, YO TAMPOCO QUIERO ESTAR AQUÍ DENTRO CONTIGO. HISTÉRICA. LOCA. ¿ES QUE ACASO NO PUEDES ESTARTE CALLADA? LA TORMENTA VA A PASAR TARDE O TEMPRANO. AAAAAAAAGGGGGHHHHHHHH y la golpeé con el martillo. Y ahora qué va a ser de mí. Me ahorcarán como a un delincuente, sin ser yo nada de eso. Yo no quería pasarme mi única vida atado a esta chalada, ni a los hijos que habría de proporcionarme. Pero ya no habrá bebés, ni hijos, ni nietos, ni nada que valga. Deja de tronar, y mi cabeza se ilumina. Trato de abrir la trampilla del sótano, que atrancada, me niega la salvación. Bajo la escalera y cojo el arma del homicidio. Un martillo cuyo mango me llega hasta la cintura. No sé cómo pude blandir aquello contra Molly. Cuando estoy tomando mi camino de vuelta, me giro y le echo un vistazo a lo que queda de mi prometida. Anna Molly, querida, no te merecías esto, pero yo tampoco me merecía pasar la vida a tu lado. ¡Imagínate! Pobre de mí. En fin. No sé qué hago hablándole a un cadáver. Es hora de marcharme. Golpeo la trampilla con torpeza. Una vez. Y otra. Y otra. Hasta que al quebrar un par de tablas, una ola de agua me derriba y arrastra mi vencido cuerpo hacia el suelo otra vez. ¡No quiero ahogarme aquí! Intento nadar, pero sigue entrando agua, agua y más agua, y mi futuro cada vez es más negro. Se forman remolinos de agua turbia como mi porvenir, e invierto todas mis fuerzas en salvar lo poco que me queda: el pellejo. Yo no nací para morir en un agujero.


Clavado y hundido.

-¿Quieres un consejo? Nunca intentes atracar un establecimiento que tenga trastienda. O no uses escopetas recortadas. O ten controlado a todo el mundo. O vigila cuánta gente hay antes de entrar. Mierda, no puedo dejar de correr, este acojone me hace correr tan lejos como pueda. Ese tipo estaba loco. No le has visto, en serio. Jodidamente loc -el jefe interrumpió la frase a la mitad-.

-¿Recortadas? ¿Para un simple cobro? ¿A quién coño se le ocurre, Ochenta y Tres? ¿Qué pasó con las nueve milímetros que os di, capullo? Por cierto, vuelve a tutearme y hago que te corten las orejas.

-Mierda, ¿jefe? -mi tono de voz cambió súbitamente, y es probable que me pusiera pálido, pero no dejé de correr-. Disculpe, pensé que había llamado al conductor, el muy cabrón ha desaparecido y me persiguen.

-Cálmate y dime qué coño ha pasado, idiota. -oí cómo resoplaba y se encendía un cigarro-.

-Espere, ahora le llamo.

Colgué, guardé el teléfono móvil en el bolsillo de mi chupa y miré hacia atrás. Nadie me seguía. Me metí en un callejón y me escondí detrás de unos cubos de basura. Después de sentarme, abrí la repetidora e introduje tres cartuchos nuevos. Joder, tenía los huevos de corbata. Apenas podía respirar, pero busqué mi paquete de cigarrillos y me encendí uno. Di una profunda calada y tosí fuertemente. Era demasiado fuerte para mi gusto. Di otra calada, con más cuidado que la primera vez, y traté de calmarme.

Es increíble, me decía a mí mismo. Todo se había ido a la mierda en un momento. Lo único que teníamos que hacer Trece y yo era cobrar el dinero de la protección de la tienda de los Suárez y más tarde dársela al jefe. El señor y la señora Suárez tenían una pequeña tienda en la que vendían ultramarinos; la señora Suárez se encargaba de atender a los clientes y su marido hacía las tareas de carnicero y pescadero. en un viejo mostrador que tenían en un rincón de la tienda.

Al entrar, Trece y yo habíamos visto que la señora Suárez estaba sola, por lo que sería todo mucho más tranquilo que si estaba también su marido.

Empezamos a amenazarla y a reírnos de su acento colombiano, pero cuando pasó un rato y no nos daba el dinero, Trece decidió sentarla en una silla y emplear un poco la fuerza para hacerla entrar en razón. Los gritos de la señora eran cada vez más fuertes, y mientras yo le daba bofetadas, el señor Suárez irrumpió en la estancia por la puerta de la trastienda.

-¡Estoy harto de que os llevéis nuestro puto dinero, blanquitos!

Como en una película, los siguientes segundos pasaron a cámara lenta. El señor Suárez bajó los dos peldaños de la trastienda y lanzó un cuchillo en nuestra dirección. Yo me resguardé detrás de la señora Suárez y Trece se agachó, justo a tiempo para evitar el cuchillo, que golpeó la caja registradora e hizo que se estrellara contra el suelo con un ruido metálico ensordecedor.

Trece se levantó y vació el cargador de su escopeta en dirección al señor Suárez, mientras yo me arrastraba para alcanzar la mía.

-¡Muere, latino cabrón!

Los tres disparos sonaron menos de lo que debían, y yo pensé que me había quedado por culpa de la caja registradora.

El señor Suárez se había ocultado tras el mostrador de la carne, salpicado ahora de cristales rotos, y cogiendo una cuchilla de golpe, salió de su escondrijo y la lanzó contra Trece, alcanzándole esta vez en la frente. Mi compañero cayó de espaldas, dejando caer la escopeta a su lado. La señora Suárez gritaba.

Tardé un segundo en reaccionar. Me levanté, y usando como escudo a la señora Suárez, disparé dos veces contra el carnicero asesino, que cayó al suelo, no sé si porque le di, o para evitar que los cartuchos le mataran. Me deshice de la señora Suárez de un empujón y   le disparé en la cabeza. Su cuerpo cayó al lado del de Trece.

-¡Nooooooo! ¡Malnacido!-oí gritar al señor Suárez-. ¡Llamaré a la policía!

-¡Ojo por ojo, hijo de puta! -grité yo, mientras salía por la puerta principal de la tienda y corría calle abajo. El resto era todo seguido, correr, seguir corriendo y llamar al jefe por equivocación. El conductor debía haber estado en la puerta de la tienda esperándonos, pero supongo que al oír los tiros se acojonaría y se habría ido antes de que yo disparase otra vez.

Me terminé el cigarro y volví a llamar al jefe. Le conté todo. Que pensábamos que las recortadas intimidarían más, que Trece me guiaba porque yo tenía menos experiencia, y que estaba acojonado. El jefe me dijo que fuera al astillero de Lock Bay, que teníamos que ajustar cuentas, y que la cosa no quedaría así.

Estaba acojonado. Había matado a una mujer inocente, habría una investigación policial, y por si fuera poco, mi propio jefe quería matarme. Además, si iba a la cárcel no serviría de nada, la organización tenía miembros dentro, y me matarían de todos modos. Joder, y encima el puto Trece está muerto. El mismo que me estaba enseñando cómo funcionaba todo, el que era mi «mentor del crimen», mi compañero. La única persona que se preocupaba por mí. Me toqué la cara y me di cuenta de que tenía manchas de sangre alrededor de los ojos, la nariz y la boca. Noté su sabor salado. Era sangre de Trece, joder. Empecé a sollozar. Nunca me había salido nada bien, pero ese día la cosa se había salido de madre. Había estado buscando a la muerte, y por fin la había encontrado. Estaba agotado, así que me dormí allí mismo, rodeado de basura.

Las sirenas me despertaron. Venían a por mí. No era raro, muchas personas me habían visto salir de la tienda chorreando sangre con una escopeta en la mano, aparte de los seis disparos y la promesa del señor Suárez de llamar a la policía. Las sirenas taladraban mi cabeza y un coche patrulla entró derrapando en el callejón, golpeando los cubos de basura que me tapaban. Estaba agotado, sentado y en desventaja numérica, frente a dos policías que salían del coche. Miré la escopeta y tomé una decisión. El disparo resonó haciendo eco mientras mi cuerpo salía despedido contra la pared del callejón.


«Blood On The Tracks»

 

Me siento como un animal. Peor. Como un animal salvaje oculto en un cuerpo humano y embutido en un traje de Armani. Siento la terrible necesidad de metererle la polla en la boca a la señorita que no deja de repetirme que hay un error en mi tarjeta de crédito y que no puedo llevarme estos trajes feísimos por valor de cuatrocientos treinta y ocho dólares a no ser que pague en efectivo. Intento mantener la calma, pero su voz aguda perfora mis tímpanos y se clava en mis neuronas, cansadas por la falta de sueño. Me invade la tentación de derribar a esta zorra de una bofetada, después sacarme la polla y metérsela hasta la campanilla, atraerla hacia mí tirando de su coleta de pelo castaño y liso hasta notar sus arcadas, y tirar más fuerte hasta ahogarla. La señorita se calla de repente y el inesperado silencio me hace volver a la realidad. Tomo una decisión.

-Disculpe. -Le digo-. Permítame ir al probador a hacer un par de llamadas a mi banco. -Y desaparezco.

En el probador, saco un botecito del bolsillo interior de mi cazadora y me trago dos píldoras de Valium, me ato los cordones de los zapatos y respiro hondo.

Salgo del probador. Me acerco rápidamente al mostrador y mientras saco la pequeña .22 grito: -¡Señorita! -Ella me mira sorprendida y antes de que la mueca de su cara pueda materializarse en un grito una bala en su cráneo hace su trabajo. Justo cuando voy a bajar la pistola me doy cuenta de que hay un gorila de seguridad abalanzándose sobre mí con una porra a menos de un metro de mi brazo derecho, por lo que me tiro hacia mi izquierda intentando esquivar el golpe, aunque el muy hijo de puta consigue golpearme en la muñeca y hacerme perder el equilibrio. El gorila, mi pistola y yo caemos al unísono, pero consigo girarme en el aire, apoyarme sobre mi brazo derecho y lanzar mi pierna izquierda sobre la cara del valiente hijo de puta. Mi muñeca derecha cruje al impactar contra el suelo, pero peor suena la mandíbula del gorila cuando mi pie entra en contacto con su mandíbula. El alarido se oye en todo el centro comercial. El pobre cabrón está mencionando a mi madre, o eso creo entender, porque con la mandíbula desencajada se pronuncia bastante mal.

Aprovecho para levantarme y recoger mi pistola, acercarme al gorila y meterle dos balas en la cabeza. Me acerco a la caja y aparto el cuerpo inerte de la dependienta, que cae sobre la moqueta gris y cojo la bolsa que contiene mis trajes. Me doy cuenta de que las pocas personas que hay ese miércoles a las cuatro de la tarde han oído los disparos y han salido despavoridas, por lo que opto por meterme en las escaleras de emergencia y subo hasta la azotea. Allí me pongo uno de los trajes, uno de color hueso feísimo. Me quito mi cazadora gris y sacudo el polvo que tiene. Hay que joderse, con el dineral que ganan en esa puta tienda, ¿y no son capaces de limpiar la moqueta? Se lo tienen merecido.

Meto la ropa que me acabo de quitar en la bolsa y camino hasta el otro extremo de la azotea. Sopeso mis posibilidades:

Puedo meterme en la otra escalera de incendios, bajar hasta el último piso y luego meterme en el ascensor hasta el parking y coger mi BMW, pero eso me haría un blanco fácil teniendo en cuenta que la rampa de acceso está en frente de la tienda a la que no quiero acercarme y ahora la alarma suena con estridencia.

Finalmente, opto por saltar al edificio de oficinas de al lado, que tiene la misma altura que el centro comercial y cuya cornisa se encuentra a unos dos metros de distancia. Tiro la bolsa al otro lado, cojo carrerilla, salto bien y ruedo al caer para no hacerme daño. Vuelvo a sacudirme el polvo de la americana y me meto por la puerta de las escaleras que da a la azotea. Bajo andando hasta el séptimo piso, en el que encuentro una máquina de café. Me sirvo leche sola con azúcar y llamo al ascensor.

Estoy totalmente tranquilo gracias al Valium, bajo por el al ascensor y salgo por la puerta principal del edificio tarareando “Shelter From The Storm”, de Bob Dylan.

Es en la segunda estrofa cuando me doy cuenta de que esa canción forma parte del disco “Blood On The Tracks”. Me río, saco el móvil, y llamo a Sal para tomar una cerveza en el Dubliners. Mientras hablo por teléfono, me alejo un par de manzanas de los edificios, y en la calle Staunton cojo un taxi. Creo que me he roto la muñeca.