Réflexions sur la puissance motrice du feu

Mi cabeza siempre está en las nubes, pero mi corazón vive en mis manos, y todo lo que toco mancha todo lo que tengo, como si me hubiera construido dentro de un cuadro que nunca termina de secarse: Da igual lo que pinte, otras manos emborronan las líneas que en otro tiempo asumí como intocables, imborrables, impenetrables, y con cientos de brazos atravesándome el pecho, arrastro un nudo cubierto de miradas afables. Constantemente dudo sobre si ser maleable y empaparme de todo lo que mi entorno puede darme puede a la vez desarmarme y dejarme desvalido; mis afectos son líquidos y toman la forma de aquel que, al verterme, sea capaz de contenerme, —antes siempre todo era insuficiente—.

Si no soy galope de antílope, entonces no soy nada; si no lo voy a sentir como una patada en el pecho, no me mueve, si no estoy fundido en el calor de un abrazo me siento a mil kilómetros, y si busco fundirme, por qué habría de apoyarme en un pecho frío, por qué me contentaría con mojar los dedos en un plato tibio, si lo que creo que merezco es, literalmente, todo lo que mi entorno pueda darme. Y entonces comprendo que sentirme desarmado sólo es ofrecerme vulnerable y poderoso, y que no hay mayor arma que la ternura y que, el deseo, que a veces mana violento, —hirviendo, hediendo y que termina por derramarse sobre todos mis intentos—, sólo toma esa forma para compensar todas aquellas veces que me sentí amado a medias, abrazado a través de una coraza cruel por un espíritu egoísta, y me niego a padecer a quienes no sienten la devoción que siento yo por ellos.

Si lo que me hace sentirme indestructible es saberme capaz de romperme al lado de los míos y reconstruirnos compartiendo los cimientos, no pienso abogar por una lealtad que no sea feroz: no pienso contentarme con menos.


[untitld]

Me escuece la descripción,

descubrir cobertura,

curva,

apertura;

espoleando el cerebro

sudo como un cerdo

(de camino al matadero,

pero el carnicero soy yo),

el cenicero está lleno,

ya no nos queda cobijo,

juntos apenas cabemos,

y pienso que

ojalá un techo, pero para llenarlo de calores, que

ojalá no existiera ese momento exacto en el que

la magia se acaba mientras yo sigo devanándome los sesos

y deviniendo algo grotesco,

aunque no pasa nada porque este cuerpo también es algo pasajero,

porque ese momento también pasa y no estoy solo,

y aunque insomne, llego feliz a la cama y los edredones me abrazan.


L’ABC du cubisme

Temo que mi alma

sea un trampantojo,

que mi vida mental

sea un cúmulo de falacias,

mis emociones un camino de trampas y mi vida una chapuza de Calatrava.

Me obsesiono con diseccionar

todas

las

perspectivas

de

cada

cosa

que

existe y

mi percepción

se cimenta a base de incongruencias.

En teoría,

todo es más sencillo que

todo esto, pero

todo siempre es más que

la suma de sus partes si,

cada vez que sumo algo,

el propio proceso de sumar es

traumático y

ansioso y

compulsivo e

indefenso.

[Every time I try to build something I do it on the ruins of the last thing I blew up

And now the pillars of my home are made of dynamite]


Las cosas que existen

Hay una carretera, y un coche parado en el arcén. Una pareja coge flores en un prado, o es el infierno, lleno de cadáveres aún con sus almas atrapadas en ellos: sin poder moverse, sin poder sentir, pero con la conciencia plena y ensordecedora. Una bandada de buitres vuela en círculos, allá arriba en el cielo. Uno es miope, y no sabe si la vaca que está mirando está muerta o está sesteando al sol. El buitre no sabe si las vacas se sientan a veces a disfrutar del día. Hay un anciano también que, desde una torre, observa a los jóvenes celebrar la llegada de la primavera y el calor. Cuando es invierno, él lee, ajeno a lo que pueda ocurrir más allá de la chimenea. La torre está triste, porque en proceso de devenir faro, se convirtió en una celda, y ya no hay marcha atrás. Quiero decir, está cerca del mar, cerquísima, pero no puede sumergirse en él, o tocarlo; tan sólo puede ser tocada por las olas más violentas que buscan hundir en las profundidades sus cimientos y los acantilados sobre los que se erige. El anciano tiene un perro, a quien ha enseñado a traer comida cada día. El perro a veces se pregunta qué hubiera sido de él en otras circunstancias. ¿Habría logrado medrar, vivir con otros perros? ¿habría muerto de hambre, quizás? No sabe si le gustan los humanos o le han enseñado a apreciarlos: No sabe si los humanos, como todo lo demás, también son un gusto adquirido. En el infierno todo el mundo se hace las mismas preguntas, pero nadie es capaz de formularlas en voz alta. El coche en el arcén piensa en cuándo será el momento de volver por fin a casa. Las rocas están seguras de que su solidez y su resiliencia depende exclusivamente de que sigan unidas, de que no hay una opción que sea disentir, o emanciparse.

Al otro lado del mundo, un meteorito queda fascinado por la luz que desprenden las grandes ciudades cuando es de noche, y cuando es de noche, un montón de animales retoman la cantinela de quejarse por la contaminación lumínica. “Las cosas ya no son lo que eran”, dicen resignados. Un árbol frutal que vive en mitad del prado teme que la pareja arranque los frutos de sus ramas y se los lleve, le aterra la idea de no poder ver jamás cómo crecen sus descendientes secuestrados, o ni siquiera si vivirán para contarlo. La pareja sigue cogiendo flores: van de camino a un funeral. Ni siquiera importa quién es el difunto: el propio dolor ocupa un gran espacio en el corazón de los dos. Han pasado por un pueblo en el que todas las casas estaban en llamas. O aún en construcción. O vacías. No importa. En realidad, van a una boda. En realidad, escapan del incendio del pueblo por el que acaban de pasar, se han equivocado de camino, huyen de la policía, están volviendo a casa.

El perro, a la sombra de un enebro, piensa en qué habrá sido del resto de su camada. No recuerda cuántos eran, tan sólo recuerda que había más como él, pero sus primeras memorias son borrosas. Un dron de vigilancia en pleno vuelo toma conciencia de sí mismo y detona en el aire las bombas que lleva como un acto de subversión radicalmente pacifista, y unos niños que juegan en una cancha cercana creen que se trata de fuegos artificiales, y celebran y gritan excitados, como celebran los jóvenes que observa el viejo la llegada de la primavera. El sol arde frenéticamente, ansioso por vivir de primera mano la espectacular muerte de las estrellas de la que tanto ha oído hablar. O simplemente se deja arrastrar por las combustiones internas que le condenan a la mortalidad, la misma mortalidad que reside en lo más profundo de todas las cosas que existen. Desdichado él, reflexiona: “Si no existiera, no tendría que morir”.


Soy un brote recién nacido dentro de un árbol moribundo,

alumbrado y nutrido por la sal de mis propias lágrimas;

mis propios miedos intentaron volverme loco durante años

pero ahora soy verde y radiante como la más pura de las esperanzas,

como un fantasma hecho de residuos nucleares;

medro de una manera temblorosa, maldiciendo a todos los ídolos que hube de amar ciegamente.

Me río del miedo psicoanalítico a la castración,

pero histéricamente aterrado de las comparaciones automáticas,

liberado de los pilares que sustentaban mi propia prisión,

peregrinando a solas en un baldío de esperanza.

Soy un entomólogo liberando a todos los insectos que había atrapado

en pro del conocimiento, en un cuarto lleno de frascos vacíos

que un día estuvieron rebosantes de certezas,

soy un ramo de hipótesis refutadas,

un ladrón que encontró cien métodos que no funcionaban,

pero yo no me aprovecharé de aquellos que me apoyan.

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Pozo

I

Hay un pozo dentro de mí,

que nace en mi garganta y cae

oscuro y diáfano,

metros y metros, y en la oscuridad

seca y estéril habita

toda la gente a la que alguna vez utilicé,

y aunque el pozo nazca de mi garganta,

en el fondo movedizo y permeable,

habito yo, encarnando

todas las veces que me utilizaron,

todas las veces que fracasé

todas las veces que quise ser querido

y todas las veces que quise querer pero

no afloró ningún apego.

Y aunque nazca de mí, y yo esté dentro

no puedo salir de él,

y tengo que salir y construir un brocal alrededor

para que nadie más se caiga dentro,

tendré que poner unas piedriñas o algo,

no más de medio metro,

para que nadie se me mate

o no volver a caer yo mismo cada vez que me acerque a mirarlo.

El brocal es lo que hago por proteger al resto,

por protegerme a mí, pero

antes de poder salir, necesito un fondo

para que las cosas no se filtren sino que

se queden dentro y así poder salir.

No me importaría que unas hiedras cubrieran las paredes

y me acogieran, nos acogieran

y mecieran a todas las personas que llevo dentro de mí,

un pozo-bosque, húmedo y fértil,

con un fondo estable donde enraizarme y

crecer nutriéndome de las enseñanzas que me brinden

todas aquellas veces que intenté ser aunque no lo conseguí.

II

También tengo tres velocidades por la pura disonancia:

tengo la velocidad cero, en la que estoy estancado sin hacer nada

y que es un proceso inmóvil,

un estado de infinito presente, un momento permanente

en el que nada ni nadie se mueve, y todo es estanco y me atrapa.

La segunda velocidad es vivir desde el brocal con y a los demás,

en donde que consigo funcionar socialmente pero en un plano superficial,

y la tercera velocidad es mi autoconciencia implacable,

que me hace sentirme poco o nada partícipe de mi realidad,

y contemplo todo desde una nube.


A la devoción febril y compulsiva

que me habita:

Por favor, por favor,

déjame. Abandona mi cuerpo

como lo abandona

todo lo que como

todo lo que bebo

todo lo que siento

todo lo que acojo

todo lo que atesoro en

la jaula que son mis costillas

y que acaba por huir como

quien abandona un barco que se hunde.

Otra vez he nacido de un vacío estéril

para sentirlo todo

de golpe y a traición,

y a solas, me desmayo en un llanto frenético

vertido por todo el daño que pude causar,

todas las veces que no me supe cuidar, o ser cuidado,

y nuevamente surge la pregunta temerosa de si

llegaré alguna vez a ser suficiente,

pero lucho por tranquilizarme,

y tras convencerme de que puedo sobrevivirlo,

pienso en qué significado tendrá,

y si ello me llevará a volver a creer

en las personas que habitan cuerpos que no son el mío.

Tal vez, entonces,

sea capaz de pensar

que el futuro será algo bueno.

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Una puñalada entre la nuez y las clavículas

Tengo tanto, tanto,

tanto amor que darle a alguien

que no existe,

que se me está poniendo malo:

se transforma en dolor

y se me anuda dentro del pecho,

justo encima de las clavículas

y debajo de la nuez.

Una puñalada justo ahí

no me dolería ni la mitad

de lo que me duele darme cuenta

del paso de los días

que pierdo

sin notarlo

cada vez

que intento

poner algo en marcha,

y, aunque me siento florecer

todo es una ilusión estúpida

porque florecer es

en realidad

el primer paso para marchitarse

y si tuviera pétalos, serían negros

incluso en su máximo esplendor,

tendría espinas como estambres

(y al revés, porque mis defensas son endebles)

mi pistilo tendría dientes,

para morder a todo aquel que intentase medrar en mi ser,

y mi olor sería agrio, como si estuviera en salmuera,

 

y me dolería tanto como el amor que no gasto

tanto que una puñalada

justo entre la nuez y las clavículas

no me dolería tanto.


En invierno

Otra canción en bucle. De repente, sin avisar, sin tener intención de escucharla en un primer momento, pero ocurre. Me pasa a menudo: a veces aparece ante mí una imagen, una persona, una canción, un rostro, un objeto, y se graba a fuego. La nada absurda toma una forma concreta y se convierte en tótem, en arquetipo, en ídolo sobre el que empiezo a orbitar compulsivamente. Y me vale cualquier cosa: desde las incursiones nórdicas en Inglaterra en la alta edad media hasta tu vientre asomándose por debajo de tu camiseta, pasando por una canción horrible, la Epopeya Eslava de Mucha que no pude ver en Praga, las cicatrices de mis dedos, las luces odiosas de navidad por todo Madrid, los anacardos, el pelaje de los mastines. Lo que sea. Es como si necesitase obsesionarme con algo nuevo todo el rato; mientras pienso en morder una carne que sangre siento que no soy suficiente, y que nunca llegaré a serlo. Mastico en mi propia lengua el malestar que me brindan los cigarrillos, y hoy es viernes pero no he salido porque mañana (en un rato) tengo que despertarme a las seis de la mañana para ir a un velorio anticipado por alguien que ni siquiera estará presente. Estoy temblando, debería dejarlo, pienso en “y que sea lo que dios quiera”, pero dios o su inexistencia me dan igual: tengo problemas más importantes en los que sobrepensar.


El fin del mundo

Estoy triste. Estoy triste desde hace mucho tiempo. Desde hace tanto tiempo que no recuerdo la última vez que fui feliz de verdad. Cada mañana me despierto violentamente, desconcertado, sin fuerzas para salir de la cama, siquiera. Después de una, dos, o hasta tres horas entre sueños confusos y alarmas pospuestas, termino por levantarme, arrastrándome penosamente y voy al baño. Me miro al espejo y contemplo mi cara, entumecida y abultada; la piel sucia, el pelo grasiento y la barba desigualada. Cierro los ojos, suspiro, hago pis y si oigo gente, me pongo algo de ropa, aunque normalmente me despierto cuando ya no hay nadie en casa. Con una camiseta arrugada y un pantalón corto de pijama, voy a la cocina. Mis desayunos varían en función del tiempo y las ganas que tenga, y lo que haya en la nevera. Lo que siempre tomo es un café con leche, cada vez menos leche y más café, con azúcar blanca. Cuando termino, me lío un cigarrillo y es en ese momento en el que la realidad se vuelve insoportable, y me apago.

 

Cuando vuelvo a encenderme, son alrededor de las dos y media de la tarde, y tengo que ducharme, vestirme, bajar a comprar pan y poner la mesa, pues mi padre está al caer y tengo que comer con él. Me ducho apresuradamente, con el agua tan caliente que enrojece toda mi piel y llena el baño de vaho en menos de cinco minutos. Me pongo cualquier prenda que me haga parecer una persona normal, y corro a por el pan. A veces, coincido con mi padre cuando voy a coger el ascensor, y le pido que vaya poniendo la mesa. Como con él, y después, recojo la cocina y saco a la perra de paseo. Después de que Yala haga sus necesidades, subo corriendo a casa, y me meto en mi habitación. Me vuelvo a apagar, y cuando vuelvo a ser consciente de la hora, son alrededor de las ocho de la tarde. Lucía me llama para preparar la cena, y me cuenta su día. Hace un montón de cosas: va a clase, come con nosequién, va a boxeo, sale a correr, se va de compras, ve a sus amigos, se va con su novio por ahí. No sé, un montón de cosas. Escucho, prestando más o menos atención según el ánimo que tenga, y charlo con ella si tengo ganas. A veces se enfada conmigo porque no presto atención, o porque estoy con el móvil mientras ella me cuenta cosas. Después de cenar, vuelvo a mi habitación una vez más, y me vuelvo a apagar hasta la una o las dos de la mañana, que es cuando me voy a dormir.

 

Cuando no estoy apagado, fantaseo con el fin del mundo. Cualquiera de sus versiones me vale: Apocalipsis bíblico, accidente nuclear, catástrofes naturales a gran escala o la tercera guerra mundial. Lo que sea. Lo que sea para acabar con la puta humanidad de una vez. Lo que sea para evitar tener que salir a la calle, afrontar los días, estudiar, socializar, darme cuenta de que estoy solo, de que no he logrado nada relevante en mi vida. Lo que sea.  Siempre, lo que sea, todo el rato. Estoy harto de pensar en el millón de cosas que aún no he logrado, en todas las cosas que tengo pendientes, o a medio hacer. Mi vida psíquica se resume en un montón de voces gritándome que me mueva de una puta vez, que me ponga en marcha, que estoy desperdiciando mis días, que me espera un futuro brillante y que tengo que ser feliz. Pero ya no sé lo que significa ser feliz, ni por qué debería hacer todas esas cosas que tengo pendientes y que me siento obligado a realizar. Llevo toda la vida haciendo lo que me dicen. Estudiando lo que me dicen. Viviendo como me dicen. Tengo casi veinticuatro años y creo que el 99% del tiempo que llevo vivido lo he invertido en cosas ajenas a mí. Toda mi vida he sido un hijo, un estudiante, un amigo, un becario. Pero nunca he sido una persona. No sé lo que es ser uno mismo. De repente, soy demandante y sensible, y cuando nadie me acoge, vuelvo a convertirme en alguien desapegado, frívolo. No sé cómo acabar este texto. No sé por qué he empezado a escribir. No sé por qué sigo viviendo, la verdad (calma, esto no es una nota de suicidio). Tampoco sé por qué sigo escribiendo. Siempre que escribo busco un final contundente, un cierre definido, pero no creo que lo haya para esto. Al fin y al cabo, mañana podría volver a leer todo esto como algo nuevo y daría igual, nada habría cambiado. El mismo día repetido infinitamente de lunes a viernes, durante años. Durante todos los años que llevo triste.